El genocidio argentino - Por Santiago O’Donnell

Las sentencias a los represores Miguel Angel Etchecolatz y Christian von Wernich dicen que fueron condenados por cometer crímenes horrendos en el marco de un genocidio. En el caso del centro Arsenal Miguel de Azcuénaga, en Tucumán, la Justicia federal avanzó un paso más. Allí se juzga a un grupo de militares encabezado por Menéndez y Bussi, no ya por cometer crímenes dentro de un genocidio, sino directamente por el delito de genocidio. Más adelante la Corte Suprema tendrá que resolver si hubo o no genocidio en la Argentina. La respuesta no es tan obvia como parece.

Sucede que mientras la Justicia argentina y de varios países latinoamericanos parecen tener una idea de lo que constituye un genocidio, las cortes internacionales parecen tener otra, mucho más restrictiva, que dejaría afuera al caso argentino.

¿Y eso qué significa? En términos de castigo, nada. Un crimen de lesa humanidad conlleva la misma pena, la misma imprescriptibilidad y, al igual que el genocidio, no puede ser perdonado o amnistiado. Pero en términos simbólicos hay una diferencia. Y lo simbólico, en Derecho, no es irrelevante.

“El Derecho es tanto la posibilidad de castigo como la de construir un discurso de verdad”, explica Daniel Feierstein, titular de la cátedra de Genocidio de la Universidad de Buenos Aires.
Cuentan los expertos que los firmantes de la Convención de Genocidio de 1948 quisieron asegurarse de que el término sólo se usara en casos muy especiales como el Holocausto y el genocidio armenio. La Unión Soviética, sobre todo, que cargaba con las purgas stalinistas, pero también Gran Bretaña, Estados Unidos y varios países latinoamericanos apoyaron e impusieron la idea de excluir la categoría “grupos políticos” de la lista de minorías perseguidas que forman parte de la definición de genocidio. Esa lista quedó reducida a “grupos étnicos” y “grupos nacionales”.

El debate por la exclusión de “grupos políticos” duró décadas, pero la definición restrictiva volvió a imponerse en el Tratado de Roma de 1998, que dio lugar a la creación del Tribunal Internacional de La Haya. Las últimas decisiones de las cortes internacionales apuntan en esa dirección.

En el caso de la ex Yugoslavia, donde abundan ejemplos de limpieza étnica, el tribunal dictaminó que –salvo en la matanza de Sbrenica– hubo crímenes de lesa humanidad a granel, pero no genocidio.

En el caso de Darfur, las primeras órdenes de captura pedidas por el fiscal argentino Luis Moreno Ocampo son por crímenes de lesa humanidad, no genocidio. Eso no quiere decir que más adelante no presente cargos de genocidio, pero aún no ha sucedido. Moreno Ocampo dijo que presentó esos cargos en base a las pruebas recogidas, pero que no puede hablar sobre una investigación en curso.

En el caso de Camboya, donde se investigan matanzas de millones de personas durante el régimen de Pol Pot, el tribunal aún no ha decidido si hubo genocidio. Ahí también se generó un debate porque los números son apabullantes, pero la mayoría de las víctimas y de los victimarios pertenece a los mismos grupos étnicos y nacional.

Hasta ahora el único genocidio declarado por los tribunales internacionales fue el de los tutsi, en Ruanda. De los casos latinoamericanos, el que más se acerca a los criterios de la corte internacional es el exterminio de pueblos indígenas en Guatemala, pero ningún caso vinculado a ese hecho ha llegado a La Haya o Costa Rica.

“En América latina se hace una interpretación amplia y liberal del término genocidio que no está en sintonía con lo que está pasando a nivel internacional”, dice William Schabas, titular de la cátedra de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Irlanda-Galway. “La definición de la ONU tiene sentido. Existe una convención contra la discriminación racial pero no contra la discriminación en general. Con el genocidio se buscó destacar los crímenes contra razas y naciones.”

Según Schabas, para la corte internacional no basta la persecución y desplazamiento de un pueblo para que haya genocidio, sino intención de aniquilamiento. “En la ex Yugoslavia las fronteras estaban abiertas y se permitió la huida de las minorías étnicas. Esa circunstancia fue tomada en cuenta para la no aplicación del delito de genocidio.”

Sin embargo, varios países del mundo, incluyendo Francia, tienen leyes de genocidio que contemplan la persecución de grupos políticos. El dictador Marian Mengistu fue condenado en enero de este año por genocidio en Etiopía, otro de los países con ley de genocidio que contempla grupos políticos. Los autores de esa ley contaron con el asesoramiento del subsecretario actual de Derechos Humanos de Argentina, Rodolfo Matarolo.

El primer magistrado en determinar que ocurrió un genocidio en la Argentina fue el español Baltazar Garzón. En 1998, pidió la extradición a Gran Bretaña del dictador Pinochet por su responsabilidad en el genocidio contra los grupos nacionales de Chile y Argentina en los ‘70. El pedido fue avalado por una decisión unánime de la Corte Suprema española, que dictaminó que la Justicia de ese país era competente para juzgar a Pinochet por el delito de genocidio. Pero la Cámara de Lores británica, siguiendo el criterio de la corte internacional, rechazó el cargo y denegó la extradición.

La Corte Suprema española dio un vuelco en el 2005 cuando sentenció al ex marino Adolfo Scilingo a 640 años de cárcel por matar a 30 personas en vuelos de la muerte. En ese caso desechó la imputación de genocidio que había hecho Garzón y lo condenó por delitos de lesa humanidad.

En América latina el primer fallo por genocidio ocurrió en Brasil en 1997 cuando una corte federal condenó a cinco “garimpeiros” o mineros a 19 años de prisión por su rol en la masacre de 12 indios yanomami en la frontera venezolana en 1993. Los yanomami habían vivido aislados de la civilización hasta 1950 y desde el arribo de los garimpeiros en los ’70, unos 2000 aborígenes de esa tribu habían muerto por ataques o enfermedades transmitidas por los mineros. En agosto del año pasado la Corte Suprema brasileña confirmó el fallo, basado en la ley brasileña de Genocidio de 1956, que copia la definición de la Naciones Unidas.

El mes pasado el gobierno boliviano invocó su propia ley de Genocidio para solicitar la extradición desde Estados Unidos del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, acusado de la matanza de la Guerra del Gas, cuando 50 manifestantes murieron en la balacera policial que precedió a la caída de su gobierno en el 2003. La ley boliviana, además de la definición de Naciones Unidas, considera genocidas a “el o los autores, u otros culpables directos o indirectos de masacres sangrientas en el país”. La petición del fiscal a los Estados Unidos fue avalada por un voto del congreso boliviano.

En México, en cambio, el cargo de genocidio contra el ex presidente Luis Echeverría por la masacre de Tlateloco en 1969 no prosperó. Primero una comisión especial creada por el gobierno de Vicente Fox para investigar la recordada masacre de los estudiantes imputó a Echeverría con el crimen de genocidio. Después un juez lo procesó y ordenó su arresto domiciliario. Después otro juez lo dejó libre y dijo que hubo genocidio, pero no podía probarse la responsabilidad del ex presidente, ni de ninguno de los otros imputados. Después la Corte Suprema desechó el cargo de genocidio, argumentado que no estaba fundamentado.

La única corte internacional en la región, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, podría considerar en breve un caso de genocidio por motivos políticos. Se trata del caso de la Unión Patriótica colombiana, un partido político formado por ex guerrilleros, cuyos candidatos y militantes fueron sistemáticamente perseguidos y eliminados en los ‘90. “Estamos estudiando el caso y los querellantes nos han pedido que se los juzgue por homicidio”, dijo Víctor Abramovich, miembro de la CIDH, la comisión encargada de presentar casos ante la corte. La ley colombiana de genocidio, aprobada en 2000 después de un fuerte cabildeo de los sobrevivientes de Unión Patriótica, incluye “grupos políticos” en su definición.

En la megacausa contra los represores argentinos Garzón usó varios criterios, o caminos, para llegar a la definición de genocidio de las Naciones Unidas. De todos ellos, el tribunal de La Plata que condenó a Von Wernich y Etchecolatz utilizó el de “destrucción parcial de grupo nacional”.
“Me parece el criterio más apropiado porque el Proceso de Reorganización Nacional propuso transformar al conjunto de la sociedad argentina, por lo tanto la eliminación de distintos grupos políticos era el medio, pero el fin era la destrucción parcial del grupo nacional argentino y en ese sentido constituye el delito de genocidio”, señala Feierstein.

Entre los abogados vinculados a los derechos humanos el genocidio argentino es tema de debate. Las ONG vinculadas a los sobrevivientes de los centros clandestinos encabezan la corriente de pensamiento que apoya la idea de juzgar por genocidio a los represores. Pero otros expertos señalan que en la Argentina el delito de genocidio todavía no se tipificó y que ése debería ser el primer paso. (En Tucumán se utiliza la figura de “delito internacional de genocidio”, invocando los tratados internacionales sobre el tema a los que adhiere la Argentina.) También dudan de que el delito pueda aplicarse retroactivamente a represores ya condenados por delitos de lesa humanidad, teniendo en cuenta que se violaría el principio de cosa juzgada por un castigo que terminaría siendo el mismo.

Lo que nadie parece disputar es que un plan sistemático para desaparecer personas y robar bebés es algo especial que merece un tratamiento acorde en la justicia, que va más allá del delito individual.

Para Juan Méndez, quien fuera hasta abril pasado asesor especial del secretario general de la ONU para el Estudio y la Prevención de Genocidio, el derecho evoluciona y lo que no es ahora puede ser más adelante.

“Las sentencias de Von Wernich y Etchecolatz representan una buena evolución –opinó Méndez, actualmente director de la ONG Centro Internacional para la Justicia en Transición–. No fueron hallados culpables de genocidio, sino de crímenes `en el contexto de un genocidio’. Para el derecho penal ese ‘contexto’ no quiere decir nada. Pero lo que las sentencias agregan es reconocer el carácter de la represión en la Argentina y darle el nombre de genocidio, válido para el derecho argentino aunque no para el derecho internacional, pero que se va agregando a una tendencia y algún día se puede dar.”

Las nuevas caras del gueto (Revista Ñ)

A lo largo de la historia, los guetos judíos separaron a los "distintos" conservando, asimismo, su potencial económico en el corazón de la ciudad. Hoy, los hiperguetos marginales tienen su organización interna, se urbanizan sin arquitectos y parecen definitivos. Con este análisis, una entrevista al sociólogo Loïc Wacquant y su mirada sobre el fenómeno de la segregación urbana.
En la Villa 31 de Buenos Aires no hay arquitectos pero los vecinos construyen casas de hasta seis pisos por las suyas. Rigen normas de organización que regulan la compra y venta de propiedades, la seguridad interna, los lazos sociales, y que la convierten en una comunidad de puertas cerradas, lo que hoy muchos sociólogos llaman "gueto". Pero un gueto no se constituye tan sólo por voluntad de quienes allí viven sino también de quienes los estigmatizan, los desprecian, marginan y también temen. En el gueto no se entra, de allí "salen los peligros" hacia la sociedad abierta.
Esta es una punta de la sociedad, la otra es el recinto donde se ubican quienes eligieron vivir en countries y barrios cerrados. La sociedad parece tender hacia un modelo donde sólo quedan extremos. En estas coordenadas divisorias se sitúa el sociólogo polaco Zygmunt Bauman al afirmar: "Cuando comenzó la modernidad, los problemas en la metrópoli causados por esos seres redundantes -el desempleado, el inválido, el alcohólico, el delincuente, la puta vieja, la mujer sola, el loco, el desviado político- se resolvían de modo global: la basura humana se enviaba a colonias. El hispano muerto de hambre hacía la América; el presidiario galés era desterrado a Australia. Hoy la metrópoli debe crear, por un lado, el Estado de bienestar para aminorar el problema y, por otro, los peores barrios para acumular allí a los sobrantes de la modernidad, lejos de su vista. Antes, cuando había empleos fijos, esos barrios sólo eran una estación de paso hacia un mejor destino; hoy los hiperguetos urbanos son ya definitivos."
En Latinoamerica la categoría gueto se puede aplicar a las villas miseria, a las favelas a las barriadas marginadas donde se constituyen con las características de las que habló el sociólogo francés Loïc Wacquant en su reciente visita a Buenos Aires y en su libro Los condenados de la ciudad.
El origen del gueto
La idea de gueto surge cuando se delimitaba parte de una ciudad donde se obligaba a residir a los judíos. Por extensión, ese término se aplicó a cualquier parte habitada mayoritaria o exclusivamente por judíos. Pero del mismo modo en que la intolerancia cristiana generó esta demarcación espacial, las comunidades judías quisieron mantener su unidad y exclusividad. El primer gueto conocido fue el de Venecia de 1516. Entonces el príncipe aceptaba la presencia de los judíos dado que ellos aportaban los servicios financieros, los impuestos, el comercio de larga distancia, el comercio de bienes militares y el comercio de bienes de lujo. Nadie quiere que se vayan, quieren tenerlos. Pero al mismo tiempo surge la creencia de que el contacto, sobre todo el íntimo, con los judíos provocaba sífilis. Era una herejía. El papa Pablo IV creó el gueto de Roma en el año 1555 y otros tales fueron creados en la mayoría de los países de Europa durante los tres siglos siguientes. Estos guetos solían estar amurallados y se los cerraba totalmente por la noche. Muchas veces los judíos estaban obligados a llevar una identificación visible al salir del gueto. La Revolución Francesa y los movimientos liberales del siglo XIX terminaron con los últimos guetos. Sólo quedaba el de Roma que en 1870 fue abolido por el rey Víctor Manuel II. Pero durante la Segunda Guerra Mundial Adolf Hitler los instauró nuevamente en los países ocupados como parte de su plan de aniquilación de los judios. El más conocido fue el de Varsovia. De modo que hay que tener al grupo en la ciudad pero a distancia. "El gueto es, por lo tanto, esa configuración particular que hace que se reserve un sector en el cual todo el grupo está obligado a vivir allí dentro de ese barrio. Se sale del lugar para ofrecer sus servicios económicos pero cuando terminó, al final del día, vuelve a su barrio que está cerrado por un muro. El gueto de Venecia está cerrado por un muro y es patrullado por la policía de día y de noche, todas las ventanas y las paredes están tapadas, sólo se puede mirar para adentro", explica Wacquant en una entrevista reciente con Clarín.
El sociólogo francés que enseña en la universidad de Berkeley realiza su planteo a partir de dos experiencias históricas y regionales determinantes. La primera se relaciona con el ejército de reserva que constituyó la población negra de los Estados Unidos a principios de siglo XX cuando la Primera Guerra Mundial generaba un boom económico a partir de la producción de material bélico. Entonces no había mano de obra barata y así llegaban los negros desde el sur para trabajar en las grandes fábricas y constituían sus refugios en las afueras de las grandes ciudades. "Los sesenta marcan el momento en que hay una transformación múltiple -detalla Wacquant-: transformación de la economía donde se pasa de una economía industrial que requiere una mano de obra poco calificada y que por lo tanto necesita la mano de obra negra, a una economía postindustrial, de servicios, dualizada, donde se necesitan personas poco calificadas pero también otras muy calificadas. La mano de obra negra que fue llevada al gueto para servir de reservorio de proletarios es obsoleta. Ya no se la necesita más."
Por otro lado, en la banlieue parisina, en los suburbios, en los noventa, los barrios obreros se empobrecieron debido a la desindustrialización que aumentó la desocupación y, simultáneamente, el empleo precario, el empleo inestable. Al mismo tiempo los inmigrantes que llegaban de Africa del Norte se instalaron en grandes complejos de las afueras de París que se encontraban en una situación precaria y decadente. Habían sido construidos en los sesenta y treinta años después no estaban en condiciones de recibir gente. Así surgen los guetos de la banlieue francesa o periferia urbana. Al igual que en otras ciudades de Europa -indica Wacquant- estos barrios están cada vez más mezclados, no cada vez más homogéneos, sino étnicamente más heterogéneos. Si treinta años atrás, había diez nacionalidades, hace veinte años había veinte nacionalidades, en la actualidad hay treinta. Segunda característica: un gueto contiene a todos los miembros del grupo guetizado, sean ricos o pobres. "O sea que la barrera o la frontera que separa al gueto no es porosa. En cambio -explica Wacquant-, lo que caracteriza a la banlieue francesa o la periferia urbana del resto de Europa es que en cuanto las familias de inmigrantes tienen éxito, en la escuela, o por la empresa, y que tienen dinero salen del barrio, inmediatamente. Y por supuesto dejan atrás solamente a las pobres. Cuando se observa esos barrios se tiene una ilusión óptica. Da la impresión de que se ven muchas personas provenientes de Africa del Norte o de Africa y se piensa: los africanos o los argelinos son todos pobres. Pero se olvida que los que tuvieron éxito se fueron porque justamente no es un gueto. Si estuvieran en el gueto por supuesto que estarían todos. Y la tercera característica es que es un gueto que tiene una densidad a nivel organización cada vez más fuerte."
Pero el sociólogo explica que experiencias como esta pueden derivar en la categoría de antigueto cuando desaparecen todas las organizaciones. En este caso fue así con la disolución de las asociaciones de jóvenes, de clase, ligadas a la fuerza de la clase obrera, al partido comunista, al sindicato, etc.
Para Wacquant un gueto es un crisol para formar una identidad colectiva, para dar una voz al grupo y permitirle gritar en el espacio público con una sola voz. "En cambio lo que caracteriza las banlieues hoy es lo contrario, porque están cada vez más mezcladas, porque los que tienen éxito se van, no hay identidad colectiva y no hay voz colectiva. Y por lo tanto hay una gran debilidad política."

Villas y favelas
En Buenos Aires el crecimiento de las villas miseria continúa. En la Ciudad de Buenos Aires viven unas 150 mil personas en estos barrios pauperizados. Desde 2001 hasta el presente surgieron 24 villas nuevas, según indica un informe de la Defensoría de la Ciudad. El fenómeno se agrava cuando se suman los habitantes de las casi 1.000 villas de la provincia de Buenos Aires: en total, más de dos millones de personas viven en condiciones de precariedad absoluta según el Programa de las Naciones Unidas sobre Asentamientos Urbanos. El fenómeno continúa en los cordones que rodean a Córdoba y Santa Fe. En el otro extremo, la guetificación se sofistica. Al boom de los 90 de countries y barrios cerrados se sumaron los clubes de campo, chacras y pueblos cerrados que diversificaron las calidades de vida y elevaron el número de habitantes a más de 300 mil de clase alta y media alta.En países como Brasil, el panorama es similar o peor. Sobre el cielo de San Pablo vuelan diariamente entre 500 y 1.000 helicópteros particulares que transportan a empresarios, industriales y comerciantes desde los barrios cerrados hacia el centro de la ciudad. No quieren caminar un terreno en el que cada año se producen unos cien mil homicidios. San Pablo es la ciudad que exhibe sin metáforas la "guetización" de la población. Es una ciudad que los muros han dividido y que han ubicado a las favelas en un rincón y a los barrios más elegantes en una periferia delimitada y ultraprotegida. "El miedo llega como un ingrediente que justifica una nueva manera de segregar. Los ricos se segregan a sí mismos. Lo interesante es ver por qué en el momento en que, de alguna manera, se democratiza esa sociedad, las elites, que no consiguen seguir dominando para sí mismas el centro de la ciudad donde vivían antes, crean otras maneras de segregarse y de mostrar su prestigio. Estos son los espacios más antidemocráticos que hay y se crean en los momentos de apertura democrática", explica la antropóloga brasileña Teresa Caldeira. Sin embargo para Wacquant aquí es necesario detenerse y hacer una distinción: "La clase alta, es cierto, se separa, pero es un movimiento voluntario en tanto que la 'guetización' es infligida a un grupo. Los judíos no eligen vivir en el gueto y se ven obligados a vivir allí, los negros no deciden vivir en el gueto, los obligan, mientras que el autoencierro, o el autoaislamiento, por así decirlo es voluntario, electivo, es decir: si yo quiero vivir en mi barrio rico lo hago, si quiero irme de mi barrio, lo dejo. Es un movimiento que permite acrecentar la riqueza y que permite tener, acumular un capital simbólico positivo. El prestigio. Los barrios más prestigiosos en todas las ciudades del mundo son los barrios de la clase dominante, e incluso las fracciones más ricas de la clase dominante. Mientras que un gueto es un lugar estigmatizado", explica Wacquant.
El gueto es una ciudad en la ciudad, dice Wacquant. Un lugar donde se reproduce, de modos peculiares, la institucionalidad, las organizaciones que cumplen funciones sociales y políticas y también burocráticas. En algunos casos históricos como el de Venecia o el de los negros en Chicago el gueto fundía clases. En las villas y favelas latinoamericanas reúne pobres que nunca dejarán de serlo.
Héctor Pavón

Una definición de “genocidio”

Entrevista a Daniel Feierstein, por: Victoria Ginzberg

Daniel Feierstein habló con Página/12 sobre el genocidio como destructor de relaciones sociales, sobre la todavía posible lucha contra la realización simbólica del proceso y sobre la tesis del juez español Baltasar Garzón, que ayudó a que los crímenes de la última dictadura militar no quedaran en un pasado irresuelto operando constantemente sobre el presente. “Que la Obediencia Debida sea un valor legitimado por la palabra del derecho es la mejor forma de permitir la repetición de las prácticas genocidas”, señaló.

–¿Por qué se puede hablar de genocidio en la Argentina? ¿Qué es lo que caracteriza ese proceso?
–Hay dos discusiones, una de orden jurídico y otra sociológica. A nivel jurídico el genocidio es el aniquilamiento sistemático de un grupo de población como tal. Esto es lo que a partir de la Segunda Guerra empieza a circular como la definición de un nuevo tipo de delito. A partir de discusiones de orden político en las Naciones Unidas el concepto quedó limitado a la destrucción de determinados grupos: étnicos, nacional, racial y religioso. Garzón plantea la posibilidad de repensar la redacción de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio dado que responde a la presión de algunos estados y que en muchos países, como en España, los grupos políticos están incluidos en la tipificación de genocidio en los años en que ocurren los hechos. Pero hay una segunda línea de argumentación de Garzón que es demostrar que, aun dentro de la definición restrictiva, los hechos ocurridos en la Argentina constituyen genocidio. Primero porque implican a la destrucción parcial de un grupo nacional, en este caso la sociedad argentina. Segundo, porque operan con una matriz religiosa: enfrentan a los enemigos de la occidentalidad cristiana. Además, la dictadura opera construyendo a la víctima de un modo racista y Garzón señala que el racismo es siempre una construcción política, porque si no se viera de este modo, se plantearía, junto a los racistas, que existen razas. Por último, retoma el tratamiento particular dado a las víctimas judías en la dictadura para decir que incluso hubo una intencionalidad, si bien no fundamental, de una persecución antisemita peculiar que constituye la estigmatización de un grupo étnico. Desde estos cuatro lugares, Garzón sustenta la utilización del concepto de genocidio para el juzgamiento de los hechos ocurridos en la dictadura.

–¿Y desde el punto de vista sociológico?
–En el orden sociológico, hay trabajos de los últimos 30 y 40 años que nosotros (en la cátedra) tomamos, que piensan el genocidio no sólo como la aniquilación de una fuerza social sino como la destrucción de relaciones sociales en el conjunto de la sociedad a la cual va dirigido. Si el objetivo en la Argentina hubiese sido, como en otras dictaduras, la represión concreta de un grupo político determinado y bien identificado, hubiese sido una dictadura represiva, un estado terrorista, pero no hubiese implicado además una práctica genocida y probablemente sus efectos no se hubiesen prolongado a tal nivel en el conjunto de la sociedad. La dictadura se propuso aniquilar una cantidad de gente muy superior a los miembros de las organizaciones armadas de izquierda. Para la teoría de los dos demonios esto implicó una lógica de la irracionalidad, mataban a cualquiera. Hay que tratar de recomponer esa causalidad. De ningún modo era cualquiera y tampoco eran sólo los miembros de las organizaciones armadas. Era, justamente, el conjunto de quienes desarrollaban prácticasde articulación social, de solidaridad, en muy diversos espacios: barrios, centros de estudiantes, sindicatos. Incluso desde el propio nombre de la dictadura como Proceso de Reorganización Nacional está claro que lo que se busca no es sólo la desarticulación de una fuerza social, de ciertos grupos políticos sino la desarticulación del conjunto de la sociedad y su rearmado.

–¿Actualmente estaríamos empezando a deshacernos de los efectos que dejó el genocidio? –Creo que lo que comenzó a operar, y por eso los genocidas hablaban de treinta años, es un recambio generacional. Así como la dictadura planteaba a los padres preocuparse por dónde estaba su hijo, como forma de regulación de sus conductas, lo que aparece en la generación siguiente es la pregunta de los hijos por dónde estaban sus padres. Esto permite la fisura de modelos como la teoría de los dos demonios, que son funcionales para la población que sufrió el proceso genocida y absurdos para la generación que no lo vivió. ¿Cómo se entiende un modelo donde una sociedad es agredida por fuerzas externas y nadie que narra estos sucesos pertenece a estas fuerzas, pero estos procesos ocupan al conjunto de la sociedad? Eso sirve para que el que lo vivió pueda situarse en el rol de víctima en lugar de preguntarse en qué medida fue cómplice. Pero es una explicación absurda para quien no vivió esos hechos. Lo mismo ocurrió con la generación alemana posnazismo con el discurso que narraba al nazismo como una intromisión de la irracionalidad en Alemania, pero donde nadie había participado. Los hijos se preguntaron dónde estaban los nazis.

–En ese caso la pregunta provenía de los hijos de los nazis o colaboradores y en la Argentina vino de los hijos de las víctimas.
–Los hijos de los desaparecidos son quienes conducen este proceso, pero son los hijos de la sociedad argentina en general los que se preguntan dónde estaban esos padres. Este modelo exculpatorio de una sociedad víctima de agentes externos, hace preguntar: si todos eran víctimas ¿quién llevó a cabo las prácticas, quién dio consenso, quién dio complicidad? Es una pregunta que atraviesa toda una generación.

–El debate sobre el rol de la sociedad en la última dictadura puede ir desde la victimización total a la culpabilización total.
–Son dos modelos iguales de cosificadores. El tema es abrir la discusión. Creo que la sociedad no fue ni toda víctima ni toda cómplice. Cada conducta fue particular. El preguntar a los padres dónde estaban no se responde necesariamente con la culpabilidad. Hay infinidad de pequeños heroísmos que tampoco se han narrado, de conductas que implicaron modalidades de resistencia a la dictadura.

–¿Qué efectos en la sociedad, más allá de los jurídicos, tiene la reapertura de los juicios?
–Si pensamos las prácticas genocidas como destrucción de relaciones sociales, éstas no culminan con el exterminio material de la fuerza social. Necesitan una nueva etapa, que es lo que llamo realización simbólica de las prácticas genocidas. Necesitan que ese genocidio sea pensado de una determinada manera y no de otra. Si el genocidio culmina con el exterminio material de quienes ejecutaban, por ejemplo, una relación social de solidaridad, esa relación puede ser retomada por otras personas que vean en esa práctica una relación social interesante para repetir. La realización simbólica del genocidio construye un modelo de explicación del genocidio que ejerce una doble negación de esa relación de solidaridad. No se recuerda esa relación social y el hecho genocida queda remitido a una práctica irracional: hubo una serie de militares locos que tomaron el poder y aniquilaron a cualquiera porque era parte de su locura. La identidad de aquellos sujetos aniquilados, el tipo de relación social que encarnaban, que es lo que intentaba destruir el genocidio, ni siquiera puede ser recuperada porque queda hasta negada en la posibilidad de recordarse. Esto es lo que puede llegar a ponerse en discusión cuando se reabra el debate.

–¿Hay algo que garantice que no se repita un genocidio?
–Nunca hay garantías totales. El psicoanálisis plantea que sólo a partir de conocer las prácticas y elaborarlas se puede plantear su reelaboración. Hay también efectos de lo jurídico que operan en lo simbólico. Que la obediencia debida sea un valor legitimado por la palabra del derecho es la mejor forma de permitir la reiteración.

Daniel Feierstein es investigador y docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Sociólogo, de 35 años, fue coordinador del Centro de Estudios Sociales de DAIA y consultor del Instituto contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi).
2003-08-03

¿Qué es la libertad? - Hannah Arendt

Las fuertes tendencias antipolíticas de la temprana cristiandad son tan familiares que la idea de que un pensador cristiano haya sido el primero en formular las implicaciones políticas de la antigua noción política de la libertad, nos parece casi paradójica.
La única explicación que viene a la mente, es que Agustín era romano tanto como cristiano, y que en esta parte de su trabajo formuló la experiencia política central de la Antigüedad romana, que era que, la libertad como comienzo deviene manifiesta en el acto de fundación. Pero estoy convencida de que esta impresión se modificaría considerablemente si lo dicho por Jesús de Nazareth fuera tomado más seriamente en sus implicaciones filosóficas. Encontramos en estas partes del Nuevo Testamento una extraordinaria comprensión de la libertad, y particularmente del poder inherente a la libertad humana; pero la capacidad humana que corresponde a este poder, que —en palabras del Evangelio— es capaz de remover montañas, no es la voluntad sino la fe. El ejercicio de la fe, en realidad su producto, es lo que el Evangelio llama "milagros", una palabra con diversos significados en el Nuevo Testamento, y por lo tanto difícil de comprender. Podemos soslayar aquí las dificultades y referimos únicamente a aquellos pasajes donde los milagros son claramente, no eventos sobrenaturales, sino sólo lo que todos los milagros, aquellos protagonizados ya sea por hombres o por agentes divinos, deben ser siempre interrupciones de alguna serie natural de eventos, o de algún proceso automático, en cuyo contexto se constituyen como lo totalmente inesperado.
No hay duda de que la vida humana, situada en la Tierra, está rodeada de procesos automáticos —por los procesos naturales de la Tierra, que a su vez, están rodeados de procesos cósmicos, y hasta nosotros mismos somos conducidos por fuerzas similares en tanto somos también parte de la naturaleza orgánica. Más aún, nuestra vida política, a pesar de ser el reino de la acción, también se ubica en el seno de procesos que llamamos históricos y que tienden a convertirse en procesos tan automáticos o naturales como los procesos cósmicos, a pesar de haber sido iniciados por los hombres. La verdad es que el automatismo es inherente a todos los procesos, más allá de su origen; ésta es la razón por la cual ningún acto singular, ningún evento singular, puede en algún momento y de una vez para siempre, liberar y salvar al hombre, o a una nación, o a la humanidad. Está en la naturaleza de los procesos automáticos a los que está sujeto el hombre, pero en y contra los cuales puede afirmarse a través de la acción, el que estos procesos sólo pueden significar la ruina para la vida humana. Una vez que los procesos producidos por el hombre, los procesos históricos, se han tornado automáticos, se vuelven no menos fatales que el proceso de la vida natural que conduce a nuestro organismo y que, en sus propios términos, esto es, biológicamente, va del ser al no- ser, desde el nacimiento a la muerte. Las ciencias históricas conocen muy bien esos casos de civilizaciones petrificadas y desesperanzadamente en declinación, donde la perdición parece predestinada como una necesidad biológica; y puesto que tales procesos históricos de estancamiento pueden perdurar y arrastrarse por siglos, éstos llegan incluso a ocupar lejos el espacio más amplio en la historia documentada; los períodos de libertad han sido siempre relativamente cortos en la historia de la humanidad.
Lo que usualmente permanece intacto en las épocas de petrificación y ruina predestinada es la facultad de la libertad en sí misma, la pura capacidad de comenzar, que anima a inspira todas las actividades humanas y constituye la fuente oculta de la producción de todas las cosas grandes y bellas.
Pero mientras este origen, permanece oculto, la libertad no es una realidad terrenalmente tangible, esto es, no es política. Es porque el origen de la libertad permanece presente aun cuando la vida política se ha petrificado y la acción política se ha hecho impotente para interrumpir estos procesos automáticos, que la libertad puede ser tan fácilmente confundida con un fenómeno esencialmente no político; en dichas circunstancias, la libertad no es experimentada como un modo de ser con su propia virtud y virtuosidad, sino como un don supremo que sólo el hombre, entre todas las criaturas de la Tierra, parece haber recibido, del cual podemos encontrar rastros y señales en casi todas sus actividades, pero que, sin embargo, se desarrolla plenamente sólo cuando la acción ha creado su propio espacio mundano, donde puede por así decir, salir de su escondite y hacer su aparición.
Cada acto, visto no desde la perspectiva del agente sino del proceso en cuyo entramado ocurre y cuyo automatismo interrumpe, es un "milagro", esto es, algo inesperado. Si es verdad que la acción y el comenzar son esencialmente lo mismo, se sigue que una capacidad para realizar milagros debe estar asimismo dentro del rango de las facultades humanas. Esto suena más extraño de lo que en realidad es. Está en la naturaleza de cada nuevo comienzo el irrumpir en el mundo como una "infinita improbabilidad", pero es precisamente esto "infinitamente improbable" lo que en realidad constituye el tejido de todo lo que llamamos real. Después de todo, nuestra existencia descansa, por así decir, en una cadena de milagros, el llegar a existir de la Tierra, el desarrollo de la vida orgánica en ella, la evolución de la humanidad a partir de las especies animales.
Desde el punto de vista de los procesos en el Universo y en la Naturaleza, y sus probabilidades estadísticamente abrumadoras, la aparición de la existencia de la Tierra a partir de los procesos cósmicos, la formación de la vida orgánica a partir de los procesos inorgánicos, la evolución del hombre, finalmente, a partir de los procesos de la vida orgánica, son todas "infinitas improbabilidades", son "milagros" en el lenguaje cotidiano. Es debido a este componente milagroso presente en la realidad que los eventos, sin importar cuan anticipados estén en el miedo o la esperanza, nos impactan con un shock de sorpresa una vez que han sucedido.
El impacto de un acontecimiento no es nunca completamente explicable, su facultad trasciende en principio toda anticipación. La experiencia que nos dice que los acontecimientos son milagros no es ni arbitraria ni sofisticada es, por el contrario, de lo más natural, en realidad, en la vida cotidiana, es casi un lugar común. Sin esta experiencia corriente, la parte asignada por la religión a los milagros sobrenaturales sería poco menos que incomprensible.
He elegido el ejemplo de los procesos naturales que son interrumpidos por el advenimiento de una "infinita improbabilidad" con el propósito de ilustrar que lo que llamamos real en la experiencia ordinaria ha en general adquirido su existencia a través de coincidencias más extrañas que la ficción. Por supuesto que este ejemplo tiene sus limitaciones y no puede ser aplicado sin más al dominio de los asuntos humanos. Sería pura superstición esperar milagros, "infinitas improbabilidades", en el contexto de procesos automáticos ya sean históricos o políticos, aunque tampoco esto puede ser nunca completamente excluido. La historia, en oposición a la naturaleza, está llena de acontecimientos; aquí el milagro del accidente y de la "infinita improbabilidad" ocurre tan frecuentemente que incluso parece completamente extraño el hecho de hablar de milagros. Pero la razón de esta frecuencia es meramente que los procesos históricos son creados y constantemente interrumpidos por la iniciativa humana, por el initium que el hombre es, en tanto es un ser que actúa. De aquí que no sea en lo más mínimo supersticioso, es más bien un precepto del realismo buscar lo imprevisible y lo impredecible, el estar preparado para el esperar "milagros" en la esfera política. Y cuanto más esté desequilibrada la balanza en favor del desastre, tanto más milagroso aparecerá el acto realizado en libertad; porque es el desastre y no su salvación, lo que siempre ocurre automáticamente y que por lo tanto siempre debe aparecer como irresistible.
Objetivamente, esto es, visto desde afuera y sin tener en cuenta que el hombre es un inicio y un iniciador, la posibilidad de que el futuro sea igual al pasado es siempre abrumadora. No tan abrumadora, por cierto, pero casi, como lo era la posibilidad de que ninguna tierra surgiera nunca de los sucesos cósmicos, de que ninguna vida se desarrollara a partir de los procesos inorgánicos y de que ningún hombre emergiera a partir de la evolución de la vida animal. La diferencia decisiva entre las "infinitas improbabilidades", sobre la cual descansa la realidad de nuestra vida en la Tierra, y el carácter milagroso inherente a esos eventos que establece la realidad histórica es que, en el dominio de los asuntos humanos, conocemos al autor de los "milagros". Son los hombres quienes los protagonizan, los hombres quienes por haber recibido el doble don de la libertad y la acción pueden establecer una realidad propia.—

Traducción: Mara Kolesas
Revisión: Claudia Hilb

Hannah Arendt. es filósofa, autora de libros "imprescindibles" como 'Los orígenes del totalitarismo

Hannah Arendt. ¿Qué es la Libertad?
Zona Erógena. Nº 8. 1991.

Tomado de http://www.educ.ar/

La memoria como ética

Por Héctor Schmucler*

Cuando en nuestro país hablamos de memoria, de inmediato aparece la idea de la muerte. Y cuando la muerte no es sólo un dato estadístico sino una cicatriz en nuestro propio cuerpo, el distanciamiento resulta imposible. Quienes hemos sido habitantes y militantes de los tiempos que abarca nuestra común memoria, lo que podemos contemplar y sentir en nuestro vivir presente resulta inseparable de lo que hicimos o de lo que dejamos de hacer en aquel pasado. La distancia no se me hace posible. Somos, al menos los que me acompañan generacionalmente en una amplia gama de años, lo que hemos contribuido a hacer. Para los que han vivido una época no hay amnistía; es decir, no hay olvido, porque el olvido no se puede imponer a nuestros espíritus. La amnistía, al fin y al cabo, no es más que eso: un olvido impuesto.
El título de mi exposición está en singular pero tal vez no sea del todo correcto: siempre una memoria convive con otras. Sería preferible hablar de las memorias como ética. En la pluralidad, justamente, radica una razón sustancial para observar la memoria desde el campo de la ética. Cuando hablamos de memoria nos referimos a aquello que se suele llamar “memoria colectiva”, pero la memoria individual tiene la misma carga: no existe sino en relación a otro. Permanen-temente conviven memorias y por eso hablar de la memoria tal vez no refiera a nada real, a nada comprobable, a nada existente. Sólo la voluntad totalitaria sueña con que la memoria sea una sola. Tal vez este es el rasgo de lo totalitario: la aceptación de una sola memoria. El usar la memoria como un instrumento que busca clausurar otras memorias. Las memorias siempre están en pugna. Siempre hay un conflicto de memorias en las sociedades. El espíritu totalitario abandona la primordial virtud de la memoria que consiste en ser una permanente anamnesis, es decir, una búsqueda ininterrumpida a través de la memoria, para pasar a ser una memoria instrumental que finalmente busca dominar el complejo de las relaciones sociales.
La memoria es la práctica de una ética. Una ética que está antes del hacer, antes de la historia, pero que sólo se muestra en ese hacer. Cada uno de nosotros sabe lo temible que es la memoria –nos instala en situaciones que a veces desearíamos olvidar–. Cada uno sabe lo frágil que es la memoria –se desplaza caprichosamente y las verdades del pasado se suelen modificar de manera sustantiva. La memoria es imprevisible: en la experiencia individual, un aroma (después de Proust es imposible dejar de mencionarlo) revive un largo pasado, a veces es un sueño –tan involuntario como la presencia de un deseo–. A veces el esbozo de un dolor empuja, por ejercicio de la memoria, a un abismo de imprevista hondura. La memoria es equívoca, hace presentes verdades que mañana dejarán de serlo cuando otra sea la realidad que alude al mismo hecho. Sabemos esta inquietante realidad de la memoria y, sin embargo, también sabemos que nuestra vida en el mundo no sería concebible sin ella.
Todo lo humano, todas las acciones humanas, se realizan a partir de alguna memoria; no a partir del olvido, que es su contracara, su exigente complemento. En nuestro presente asistimos a una curiosa contradicción: tal vez pocos momentos como el nuestro han visto dilatarse en tal magnitud la presencia de la discusión sobre la memoria y, paradójicamente, vivimos una época marcada sustancialmente por el olvido. La memoria misma hace una guiñada al olvido cuando pasa a ser museificada. Y vivimos la época de los museos, en que todo parece contemplarse a través de algo cristalizado. Si cada época admite determinada memoria porque los individuos en cada época pueden reconocer, y reconocerse, de forma diferente –al fin y al cabo esto es la memoria: una forma de reconocimiento de un grupo–, el tiempo que nos toca vivir parece marcado por la fijación definitiva de la memoria. Recién decía: cada época permite, admite –no impone–, diversas constituciones de las memorias de los grupos, es decir, de las memorias colectivas. Cuando se museifica, cuando la memoria quiere quedar cristalizada, esta pulsión móvil de la memoria, este reconocimiento sucesivo de los grupos a través de las formas en que recuerdan, desaparece; y por lo tanto esta capacidad de rehacer la memoria, se pierde.
Vivimos un tiempo poco propicio, pareciera, para la duración que exige la memoria; vivimos un tiempo de fugacidad. Vivimos una época volcada al culto de la velocidad. Pero la memoria no sólo necesita duración; necesita repliegue. Replegarse para indagarse a sí misma. El camino de la memoria nos mantiene alertas, despiertos. Tal vez por eso la metáfora más significativa y una de las más usadas por todos los que piensan el tema de la memoria sea “Funes el memorioso”. El mismo Borges decía que su relato, en realidad, era una metáfora del insomnio. Es lo que no nos permite dormirnos. La memoria –al revés del espectáculo que domina nuestro espacio cultural y que nos distrae– nos trae, por eso hablaba de un repliegue. La memoria es una revisión; el espectáculo es un ver incesantemente novedoso. La memoria es presente –este es uno de sus rasgos sustanciales–: no hay memoria en el pasado, es el pasado hecho presente. No recordamos sino en este presente. Es el pasado vivido en este presente, es condición de un preciso presente.
La búsqueda de ambigüedad, en cambio, es característica de nuestro tiempo atravesado por la idea de mercado, es el rasgo de un mundo que se ha mercantilizado en todos sus rincones, de un gran mercado constituido como mundo, donde toda perduración atenta contra la propia existencia del mercado, donde la transmisión no es necesaria porque siempre se transmite algo pasado y el mundo, como mercado, exige la permanente novedad que multiplique las transacciones. Quisiera que esto se tomara en el sentido amplio de la palabra mercado; de la palabra mercantilización. No estoy hablando solamente de los objetos vendibles sino del mundo del espíritu que se ha mercantilizado, donde todo tiene valor en cuanto el mercado lo asume como tal. No es éste el campo para la memoria. Mientras en el mercado manda la obsolescencia, la memoria exige persistencia. Persistencia, o sea reordenamientos en el tiempo de la memoria y transmisión de tradiciones, es decir, continuidades. Cuando hablo de la continuidad transmitida para que una memoria persista, estoy aludiendo a otra idea sustantiva: la voluntad de transmitir la memoria.
La memoria colectiva, de los grupos, requiere la voluntad de continuidad. Aunque circula una idea sobre la espontaneidad de la existencia de la memoria (sustantivas memorias en sustantivos grupos que pueden llamarse pueblos, naciones, colectividades) no existe la continuidad de la memoria sin esta voluntad de transmisión. Tal vez el ejemplo más significativo de esta voluntad de transmisión sea la del pueblo judío que se reconoció y perduró en la memoria. Yosef Yerushalmi argumenta en este sentido en su magnífico libro, Zajor, donde señala que esa palabra hebrea, zajor, es el imperativo central que se repite en los libros bíblicos: “¡recuerda!”. El imperativo de Dios sobre este pueblo es que recuerde. Pero no dice simplemente“recuerda”. Algo así como “si recuerdas espontáneamente vas a recordar lo que debes”. La orden es recordar un preciso pasado. El imperativo zajor, es “recuerda que fuiste esclavo”, y “recuerda que yo, Dios, te saqué de Egipto”. Recuerda que fuiste esclavo, y que luego fuiste libre. Este recuerdo marca el proyecto de existencia de un pueblo; un recordar que implica una selección de qué recordar. Los grupos, las comunidades son tales a partir de la elección que hacen sobre qué recordar y qué abandonar al olvido. El olvido es el acompañante último de la memoria; más aún, es el espacio oceánico del que la memoria rescata determinadas cosas. Qué rescatar, qué se debe recordar para que guíe la conducta, la acción y la existencia de los pueblos, de los grupos, de los individuos. Aquí está la clave: en este qué se debe recordar está lo que, me parece, sustenta la idea de una ética constitutiva de la memoria. Porque se rescata del olvido según los valores con que se mira el mundo existente. No es azaroso el rescate. Antes del rescate, antes de la memoria, están estos valores que impulsan a rescatar o dejar en el olvido determinadas cosas.
¿Cómo establecer qué hechos, qué pensamientos rescatar para que se constituyan en una memoria que atraviese la existencia de los grupos? Esto es lo indefinible, lo imposible de objetivar. Aquello rescatado muestra la ética sobre la que se sustentan los recuerdos. Para decirlo de otra manera, la memoria es un hecho moral. Si la memoria es considerada como instrumento para algo, si es solamente instrumental, su fuerza moral se debilita. Estamos acostumbrados, en la Argentina, a hablar de la memoria como el instrumento para hacer justicia. La difusión de esta idea es notable: hay que recordar para que se haga justicia. Se presupone que si se recuerda, se va a recordar aquello que, uno presupone, va a estimular la justicia. Como si existiera un recuerdo constante, ya formado, que se alcanza con el sólo esfuerzo de recordar. Nuevamente: no hay una memoria, recordar no significa necesariamente recordar aquello que algunos recordamos. El recuerdo, al depender de valores que rescatan ciertas cosas para dejar en el olvido otras, constituye distintas memorias. El simple hecho de recordar no impulsa a un orden determinado de recuerdos. Este hecho no resulta tan claramente comprendido; la idea de que hay una sola memoria para condenar determinadas cosas o para aceptar determinadas otras, me parece que es una de las confusiones que aparecen constantemente cuando de la memoria se trata. Verificar que hay diversas memorias entre nosotros es verificar que hay diferentes experiencias vividas pero también distintos valores con los cuales vamos a rescatar ciertas memorias.
¿Qué memorias se pueden construir en la Argentina? ¿Qué memorias se ha intentado y se intenta construir? Hay una pregunta previa: ¿quiénes recuerdan? ¿qué recuerdan? Esto nos traslada rápidamente a los espacios de la política, de la historia y de la interpretación de la historia. ¿Es el mismo recuerdo el que atraviesa a aquellas personas que han sufrido ciertas experiencias en su propio cuerpo, en su propio grupo, de aquellas que no las han padecido? ¿Cómo hacer para que estas memorias sean trasladables? ¿Lo son? ¿O tendremos que aceptar que hay algo que recorta y que tal vez lo único posible es el diálogo entre distintas memorias pero no la búsqueda de unificación de estas memorias? Cuando se dice “memoria para que haya justicia”, estamos tal vez afirmando que con la justicia termina la función de la memoria. Esto tiene un riesgo si pensamos a la memoria como un valor moral. La memoria es incesante, la justicia, en todo caso, es un momento –si es que ocurre, si es que se establece justicia de acuerdo a los criterios que algunos sustentan–. El riesgo es que la memoria cese; que, cumplida su función, se diluya; que se afirme la ilusión de que la justicia repara el mal. Me parece que este es uno de los elementos sustanciales para diferenciar la memoria como instrumento o como una manera constante de vivir de los grupos y de los individuos.
La justicia, digámoslo, no repara el mal. No hay reparación. La justicia puede equilibrar cierta tensión existente en la sociedad o en los individuos pero no repara. La reparación simbólica pareciera borrar las cicatrices del cuerpo social y del cuerpo individual. Cicatrices, sin embargo, que habría que conservar para que la memoria pudiera sostenerse. No borrarlas, vivir con ellas, saber que las cicatrices, que el dolor vivido, es constitutivo de nuestro existir. Y ese es el acto de la memoria. Recordar, saber qué somos también por lo que se fue en otro momento. Decía: la memoria para la justicia corre el riesgo de concluir cuando la justicia se realiza o cuando no se realiza. Pero nada repara: ni el acto simbólico de la justicia mundana, ni el acto material con que a veces, también de manera simbólica, se quiere compensar los males que se ejercieron sobre la sociedad. El tema es urticante y actual, nos toca directamente. La memoria para la justicia puede rápidamente transformarse entre nosotros en la memoria para las reparaciones materiales. Y aquí se duplica el riesgo: se puede no sólo pensar que la justicia repara sino que también hay maneras de medir el mal. El mal es una verdad más intensa que cada uno de los crímenes, pero cada crimen es el mal. Como tal, cada crimen es injustificable. Ningún crimen justifica a otro; ninguno queda aminorado porque la víctima haya podido también ser acusada de crimen. Aquí está el mal. Transita en la creencia de que un crimen puede eliminarse con otro crimen. Y el que comete un crimen contra el criminal queda liberado de la responsabilidad de esa acción criminal. No otra cosa pensaron, instituyeron, sustanciaron, las juntas que sostuvieron la dictadura de los años setenta. Sobre los criminales, guerrilleros, podemos ejercer otro crimen. Y fíjense en lo que he dicho: a los criminales guerrilleros; es decir, estoy diciendo que aunque fueran criminales, ningún crimen sobre ellos es justificable. El crimen, lo criminal, el asesinato, por ejemplo, pasa a ser una categoría en sí, al margen de las virtudes con que se lo rodee, como el de hacer justicia. Estamos en el campo de los valores, en el reconocimiento o no de que no tenemos derecho a decidir sobre la vida del otro. (No se tiene derecho; esto no quiere decir que no se actúe.) Esta idea sustancial recorre los libros sagrados y está en la reiterada expresión “no matarás”, que no quiere decir simplemente “no elimines al otro” sino “no tienes derecho a eliminar al otro”, porque la vida del otro no te corresponde. Me parece que este sentimiento de cuidado por el otro, que significa “el otro es como vos” o, a la inversa, “yo soy porque el otro existe”, es la idea que recorre algunas memorias pero no necesariamente todas.
Si es así, si la memoria es la expresión de una ética, si es la forma en que reconocemos el mundo y a nosotros mismos, entonces la memoria es obligante. Es decir, reconocida cierta forma de recordar, reconocida nuestra presencia actual por lo que hemos sido, por lo que hemos recorrido y nos ha constituido, nuestras actitudes no son indiferentes. Somos, a partir de que hay una memoria y de que todos tenemos una memoria. Si reconocemos el peso de los valores sobre los que esta memoria se asienta, no podemos hacer cualquier cosa. No podemos propiciar una relación entre ética y memoria sin sentirnos aludidos. Por eso empecé diciendo que no puedo hablar de este tema con objetividad descriptiva. Si hablo como hablo es por mi propia experiencia, que yo no puedo dejar a un lado en los actos cotidianos. La memoria nos hace responsables de nuestros actos, porque los actos colectivos son la suma de los actos individuales. No es una suma algebraica, pero solamente en esta suma, en esta manera de actuar de los individuos, puede reconocerse al conjunto.
Si no fuera así, si la memoria no fuera obligante para cada uno de los miembros de un grupo, de un conjunto, concluiría toda idea de libertad. Si la memoria actúa como un único elemento abarcador del conjunto sin que cada uno asuma la responsabilidad de ese conjunto, estaríamos ante la presencia de una determinación previa a nuestra conducta. El sentido de la memoria apenas podría diferenciarse de la memoria mecánica de las máquinas, que hace cumplir cierta tarea sin que la máquina sepa que la está cumpliendo. Si hay alguna diferencia entre el mundo maquínico que nos rodea y la condición de lo humano, esa diferencia emerge en el momento en que se ejerce la posibilidad de decidir. La memoria nos obliga en la medida que nosotros la asumamos como tal; pero nuestra libertad, nuestra posibilidad de negarnos, es la garantía del uso de nuestra responsabilidad. Cuando digo negarnos, quiero decir negarnos al acatamiento, al cumplimiento de las pautas que otras memorias que no coinciden con nuestros valores nos están exigiendo; y esto me hace pensar que no tenemos escapatoria, no tenemos excusas. Nada puede hacernos realizar actos que nuestra conciencia –derivada también de una forma de la memoria– nos impide. Nadie puede decir “me vi obligado a eso, me impulsaron a esto”. Y nadie debería dejar de ser consciente de que aquello que realiza es también la voluntad de realizarlo, en la medida en que sigue siendo un ser humano, en la medida en que no le han sido eliminados las propiedades básicas de lo humano que son el sentimiento de responsabilidad y la capacidad de tomar decisiones. Tal vez la eliminación de estas condiciones de lo humano sea la forma más acabada del crimen. La eliminación de la capacidad de decidir niega humanidad a los seres humanos. Y esta presencia suprema del mal tal vez no sea otra cosa que la postergación indefinida del uso de la memoria.
· Conferencia pronunciada en la Biblioteca Nacional en el marco del ciclo “Pensamiento Contemporáneo”, julio 2005. La transcripción, realizada por Florencia Ferre, mantiene el tono coloquial de la exposición oral.

http://laintemperie.com.ar/index/index.php?option=com_content&task=view&id=16&Itemid=31

LA intemperie Nº 38

SIETE COMENTARIOS*

Por Héctor Schmucler
Estos “comentarios” surgen a partir de la participación del público en la conferencia. Por la precaria forma de registro las preguntas realizadas no pudieron ser transcriptas, pero los “comentarios” realizados por Héctor Schmucler –muchas veces– dejan pistas para que puedan ser intuidas.
Museificación de la memoria
La diferencia entre una memoria que penetra nuestros actos y el museo es que el museo está allá. Podemos observarlo y seguir con la ilusión de que ya hemos hecho la experiencia de aquello que vimos en el museo, y muchas veces los museos sirven para eso. Algún autor decía que los museos pueden parecerse al nudo que se hace a veces en el pañuelo para recordar que no debemos olvidar algo y sabiendo que no vamos olvidar nada porque tenemos el nudo, nos olvidamos de para qué hicimos el nudo.

Recordar no inmuniza
Junto con memoria para la justicia, el otro lugar común es tenemos que recordar para que no se vuelva a repetir, frase de buena intención que tal vez olvide cómo se producen los hechos. En la historia todo se repite y es imposible evitar que se repita porque nunca se repite igual. La astucia del mal que atraviesa la historia es que nunca se repite de la misma manera. Por lo tanto, si no se incorpora como valor, el hecho de recordar, en sí, no significa nada. Nunca la recordación de un hecho ha impedido que vuelva a repetirse.

Medios y memoria: lo grave es el mundo
Los medios de comunicación pueden imponer ciertos hechos en ciertas circunstancias pero a partir de las condiciones existentes dentro de una sociedad determinada. Los medios de comunicación son el elemento coagulante de lo que está pasando en la sociedad. Cuando se critica a los medios se corre el riesgo de olvidarse de que lo criticable es la situación en la cual los medios actúan. Qué elementos hay para que los medios sean creíbles. Por lo tanto es mucho más grave. Los medios actúan sobre una cultura ya constituida que nos hace aceptar esto y que es previa. De lo que tendríamos que tomar nota es de que así está construido el mundo en el que vivimos. No hay una especie de “comando maldito”. Lo grave es el mundo. Un mundo mercantilizado: este es el mundo. Y no estoy hablando de los “malditos capitalistas”, aunque sean malditos en el sentido del mal que transportan.
Cuando todo esto se vuelve el pensamiento común es muy difícil decir una especie de verdad que no tiene por qué ser reconocida como verdad. Cuando yo estoy diciendo lo que digo, es una manera de mirar el mundo. Sería absolutamente ilegítimo querer decir que esta es la verdad que uno pudiera imponer o contrastar con algo que no es verdad. La verdad es todo lo que existe. Ahora, puedo decir que este mundo que existe no es el que más me agrada. Pero no por razones inmediatamente reconocibles. Ya se sabe que las culturas se van constituyendo a través del tiempo y de las adaptaciones que se van haciendo dentro de la sociedad y de los individuos. A quienes no nos parecen bien estas cosas podemos decirlas, podemos actuar. No contrariando aquello que decimos sino jugándonos hasta lo posible con lo que pensamos. No podemos eludir nuestra responsabilidad, no podemos hablar de una manera y actuar de otra. Pero ¿cuáles son los actos? En la exigencia cotidiana. ¿En qué se muestra la discontinuidad? Es imposible esquematizarlo. Pero cuando digo que la objetividad académica no cabe cuando se habla de estas cosas, estoy queriendo también señalar la multiplicidad de pensamiento que llenan páginas de los medios, y que llena libros y aulas y el pensamiento difundido a través de infinitos mecanismos masivos que nada tiene que ver con la realidad de lo que actúan aquellos que escriben, hablan, etc. Pero eso lo puede hacer un maestro de escuela, el padre de una familia, o un escritor reconocido. Esta responsabilidad del acto, actuar en consecuencia con lo que se piensa me parece que es fundamental para aquellos a quienes no nos gustan las cosas como están, pero es posible que ni tengamos la verdad ni tampoco seamos mayoría, sino todo lo contrario.

El nombre como posibilidad de presencia
Hay una condición de la ferocidad del mal en esta especie de doble muerte o doble desaparición del desaparecido. Una, la muerte presunta; otra, la negación de la muerte. Creo que el mal que se expresa en la acción llevada a cabo de la desaparición de personas más que la muerte es la negación de la muerte, porque eso niega la condición básica de lo que, por lo menos en nuestras culturas, consideramos humano. Aún el matar e identificar es señalar al muerto.
Este es el rasgo definitorio de la condena a la dictadura argentina: la negación del nombre. Porque lo que la memoria permite retener es el nombre. La voluntad de que el nombre no exista tiene que ver con aquella condena de los libros sagrados contra el mal: “ni su nombre será retenido”. El nombre como posibilidad de la presencia de aquel que vivió en las generaciones futuras. La desaparición es la figura magna del mal cometido contra nosotros. Así como el nazismo sería distinto sin la Shoah, en la memoria, la dictadura argentina sería distinta sin los desaparecidos. Y ahí entre la muerte, dentro del juego de las luchas de la legalidad existente de la sociedad, y la desaparición, creo que media una distancia enorme.
Los muertos en una guerra se diferencian del desaparecido, donde lo que es negado es la existencia misma de la persona. De manera que me parece que la memoria trabaja por ahí. Y es significativo. En nuestra historia concreta lo que se recuerda son los desaparecidos, con toda razón, con muy fuertes argumentos, con fuerte sustento de protesta moral. Los desaparecidos son el signo de una época, las muertes me parece que, al margen de ser condenables, merecen otro tipo de valoración.

Crítica a los derechos humanos
Cómo fundamentar la ética es en lo que se han ocupado de pensar los seres humanos de todos los tiempos. Personalmente creo que cuando uno dice mal piensa en algo que trasciende los actos cotidianos. Lo trascendente no kantianamente entendido, lo trascendente en sentido sagrado. Creo que es muy difícil sustentar una ética fuerte si no hay algún valor que siempre es sagrado y está más allá de nosotros mismos.
Los derechos humanos se pueden volver una especie de otorgamiento que los poderosos hacen a los que no tienen poder. Se les otorga un derecho. Lo humano es más que los derechos humanos. Esta idea de la consideración del otro; el otro no es el derecho a ser otro, es lo sustancialmente existente como relación entre los seres humanos, que no es un derecho, es una esencia. Tema importantísimo que tal vez nos tendría que abrir un amplio abanico de reflexión sobre el uso y el abuso, a veces, de la categoría derechos humanos que utiliza lo humano y no lo esencializa.

La existencia del otro como condición de mi propia existencia
Recordar la muerte, como algo que nos unifica; recordar nuestra finitud como pasajeros de este planeta. Si no hubiera acciones que presumen de existencias eternas, creo que es una de las grandes consignas para la humildad necesaria con que nos ubicamos frente al otro. Existimos en esta vida, y en ninguna otra; por lo tanto acá somos responsables y ejercemos ciertas formas de ética. Hay una, a la que yo me refería, que es la consideración del otro, la valoración del otro. La existencia del otro como condición de mi propia existencia. Cuando Hannah Arendt en su libro sobre Eichmann, propone una sentencia, dice exactamente eso. Lo condena también a muerte, pero porque nadie –dice más o menos textualmente–, puede querer vivir con alguien que considera que hay gente que está demás en el mundo.
Estas son dos éticas: la que se cree con derecho a decidir quién puede vivir y cómo puede vivir, y la que considera que la existencia del otro es sustancial para la existencia de mí mismo.

Perdón no es olvido
El olvido no es exigible, no se puede imponer. La memoria puede ser evocada, provocada, querida. Hay una voluntad de la memoria. Ninguna voluntad del olvido tiene éxito por la propia voluntad. Más que el derecho al olvido, podríamos hablar del derecho al perdón. Pero sólo puede perdonar la víctima, y perdonar no es olvidar. Justamente porque no se olvida se puede perdonar.


* Grabación y transcripción realizada por Florencia Ferre.
http://laintemperie.com.ar/index/index.php?option=com_content&task=view&id=18&Itemid=27

Represión cultural durante la última dictadura

LIBROS MALDITOS

Perseguidos, prohibidos, quemados...

Por Eliana Lacombe

Palabras en fuga. Fantasmas que retornan de la hoguera. Nombres de autores y títulos perseguidos, prohibidos y quemados invaden pisos y paredes del Archivo Provincial de la Memoria, donde están reconstruyendo la biblioteca de libros censurados durante la última dictadura militar.
Se trata de un trabajo arqueológico. Recorrer librerías de usados buscando las ediciones de los setenta de libros que fueron incinerados en las piras de la represión. Libros que fueron enterrados, paradójicamente, para salvarlos de la “muerte”. Libros, escondidos durante años en sótanos recónditos de librerías…
Buscar textos sobrevivientes. Investigar sus prohibiciones. Y en cada lugar, recuperar las anécdotas de personas que, de una u otra manera, vivieron las duras épocas de los años “de plomo”. Personas que padecieron el miedo de tener un libro que pudiera resultar “sospechoso”, que recibieron directivas para censurar y esconder, amenazas para obligar a silenciar cualquier simbología que pudiera tener algún indicio de disconformidad con el sistema totalitario y sus valores “occidentales y cristianos”.
Trabajo arqueológico para desempolvar la Memoria y traer del olvido las palabras silenciadas.

El gran hermano te vigila

El plan sistemático de persecución, represión y aniquilamiento de personas llevado a cabo por la última dictadura militar contra todo lo que considerara “subversión”, tiene una contracara –también atroz, pero menos conocida– en lo que se denomina: “represión cultural”.
El autodenominado Proceso de Reorganización Nacional sostuvo tenazmente la idea de que el aniquilamiento de la “subversión” pasaba tanto por la desaparición física de las personas, como por el borramiento de toda ideología en el plano simbólico.
Investigaciones llevadas a cabo en los últimos años revelan que la represión cultural se concretó a través de una importante estructura material y humana puesta en funcionamiento por la dictadura a tal fin.
Un libro podía ser prohibido por decreto del Poder Ejecutivo Nacional, por Municipalidades y Provincias, por el Ministerio de Educación a través de resoluciones, por criterio de la Side o disposición del Correo. La Dirección General de Publicaciones, dependiente del Ministerio del Interior, era el principal órgano encargado de realizar las investigaciones y redactar los informes sobre los textos, recomendando las acciones a seguir (prohibición, censura, secuestro).
Existía una enorme estructura humana puesta en función de realizar investigaciones sobre innumerable cantidad de libros de toda índole (novelas nacionales y extranjeras, libros de texto, cuentos infantiles, diarios, revistas); redactar informes exhaustivos para justificar los pedidos de censura; elaborar y firmar resoluciones de prohibición, para finalmente llevar a cabo allanamientos, secuestros y quemas de libros, y castigar a los infractores.
Las listas de obras prohibidas se publicaban en el boletín oficial y muchas veces en la prensa masiva.
Es imposible reconstruir “una” lista, porque algunas prohibiciones tenían carácter municipal, otras provincial, nacional; por lo que algunos libros estaban permitidos aquí y prohibidos allá. Había prohibiciones que se transmitían a través de circulares en las instituciones educativas de diferentes niveles. Autores prohibidos “de hecho”. Y ante el miedo, desbordaba la autocensura y el desprendimiento de tomos que pudieran resultar “comprometedores”.
Las estructuras del Estado contaban además con “verdugos voluntarios”; civiles que recorrían librerías controlando que las prohibiciones se cumplieran, detectando y denunciando la exhibición de literatura censurada o “sospechosa”.
Luis Gusmán, autor entre otros de El Frasquito –prohibido en 1977 por ser considerado “inmoral”– cuenta en el prólogo de la reedición de ese libro:
“(El censor) suele metamorfosearse hasta aparecer transformado en una señora respetable, surgida de entre los otros compradores que hay en el local. Exhibe un carnet en que puede leerse que pertenece al comité de moralidad de la Municipalidad, trabajadora “ad honorem” vía liga de madres de familia me exige que le entregue El frasquito. “¡Hace meses que lo estoy buscando!”, exclama. Le informo que el libro no está a la venta, que es de mi propiedad y lo estoy regalando. (…) “Buena porquería regala”, (dice la mujer). Acto seguido labra un acta de infracción por tener un libro de exhibición prohibida...”1
Lo que ahora puede resultarnos tragicómico, es una escena que representa un pequeño engranaje de una enorme y siniestra maquinaria que ayudó a la instalación del miedo, la autocensura, la ruptura con la realidad, la ceguera y el silencio tras la desaparición de personas...
Se trataba de un lavado total de la simbología considerada por la dictadura “enemiga”, subversiva de un orden moral “conforme a las más arraigadas tradiciones occidentales y cristianas”.
Significaba un borramiento de conceptos “revolucionarios” de la música, los libros, las revistas, las radios, la televisión, el cine y hasta los graffitis.
La directiva Nº 52 de la Dirección General de Asuntos Municipales de Córdoba del 11 de febrero de 1977, ordenaba a todos los intendentes que: “se adopten medidas a efectos de eliminar las leyendas murales de tipo subversivo, en el término de treinta días.”
Ahora bien, subversivo era, obviamente, toda ideología marxista, peronista de izquierda, tercermundista; pero también podía ser una foto que mostrara la pobreza... Hasta la palabra “pobre” estuvo censurada.
Comenta la escritora Laura Devetach2 que no se podía usar la palabra “alpargatas”, debía decirse “calzado”. Esta autora de cuentos para niños radicada en Córdoba por aquella época, sufrió la censura en carne propia en mayo del ‘79, cuando por resolución Nº 480 del Ministerio de Educación y Cultura de Córdoba, se prohibió su obra La Torre de Cubos. Los argumentos fueron: “graves falencias como simbología confusa, cuestionamientos ideológicos-sociales, objetivos no adecuados al hecho estético, carecer de estímulos espirituales y trascendentes...”3 y entre otras cosas terribles por: “ilimitada fantasía”. Claro que en cualquier otro contexto socio-político, esa calificación le hubiera valido un premio. (Ver La fantasía al Poder)
Prohibida la fantasía ¿qué tipo de literatura podría salvarse de las garras de la censura?

Los sapos de la memoria

Dentro del Plan de control cultural, había algunos autores y editoriales alentadas y promovidas, por representar fielmente los valores sostenidos por el Proceso. Así, por ejemplo, la editorial Atlántida con sus publicaciones “Gente” y “Para Tí”, tuvo rienda suelta a la “imaginación conspirativa”. En muchas oportunidades realizaron “denuncias públicas” llamando a la caza de brujas tras textos y autores.
Uno de los casos denunciados por “Gente” en agosto del ‘76, es el de la Biblia Latinoamericana; criticada por sus fotografías que mostraban la realidad de los países de este continente, y sus notas que trataban de interpretar el evangelio desde la vivencia de los pueblos. Algunos obispos, como Monseñor Plaza, se hicieron eco a la brevedad y profirieron desde los púlpitos que dicha Biblia era “izquierdizante y subversiva”4. En otros altares, algunas voces se atrevieron a confrontar esas opiniones y recomendar la lectura de dicho texto. Es de destacar Monseñor De Nevares, entre estos últimos.
La controversia puso de manifiesto las diferencias internas de la Iglesia Católica, como así también las relaciones de poder entre las estructuras eclesiásticas y castrenses.
Finalmente el Consejo Episcopal Argentino ordenó que fueran quitadas algunas fotografías –una de la Plaza de la Revolución en La Habana– y notas, para que la Biblia pudiera distribuirse. Además, por sugerencia de “La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe”, se le adjuntó un anexo obligatorio redactado por el cardenal Primatesta, en el que se ponía especial énfasis en aclarar conceptos como “liberación”, “justicia social” o “explotación”.

Mamá amasa la masa

Nada parece haber estado fuera del alcance del ojo inquisidor. El Consejo Nacional de Educación (CNE) tenía a su cargo la evaluación de todos los libros de textos usados en las escuelas tanto públicas como privadas. Las listas de “los prohibidos” llegaban por circular y los libros debían ser retirados de las bibliotecas. Las maestras contaban, además con listas de libros autorizados por el CNE, por lo cual, los que quedaban fuera sufrían una censura encubierta.
Ese es el caso del libro de lectura de cuarto grado: Dulce de Leche que en la edición de 1977 debió modificar partes de sus textos a fin de ajironar el discurso y poder pasar las objeciones del Consejo. “Las observaciones iban desde la postura laicista del texto, hasta que las mariposas no podían migrar porque no viven más de 24 horas”, comenta la autora, Noemí Tornadú, en Un Golpe a los Libros5.
A pesar de las modificaciones el libro no figuró entre los aconsejados del CNE.
El “tinte tercermundista”, las “connotaciones marxistas”, la “simbología confusa”, la “inmoralidad”, la “crítica social”, la “exposición de conflictos de clase”, el “cuestionamiento a la autoridad”, la representación de la “pobreza”, de la sexualidad, de las nuevas configuraciones familiares y hasta la “fantasía ilimitada” estuvieron en la mira y fueron argumentos para la censura, prohibición y destrucción. No sólo de libros, sino, aún peor, de personas.
¿Cuánto habrá afectado este plan sistemático nuestra cultura? Nuestra capacidad de pensar la diversidad, de crear, de aprender, de comunicarnos, de sentirnos y ser libres...
Si bien algunos libros después de la censura se convirtieron en best seller, otros jamás fueron reeditados. Algunos autores sucumbieron ante el miedo. Tuvieron que exiliarse. Ni hablar de los escritores y artistas asesinados.
Se trata de un “bibliocidio”, de un golpe terminal a la cultura, de un atentado genocida contra las Memorias.
Recuperar los textos prohibidos, es una manera de honrar a autores silenciados, que en muchos casos construyeron resistencia cultural.

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Libros infantiles prohibidos

La fantasía al Poder

La Torre de Cubos, Un elefante ocupa mucho espacio, Cinco Dedos, La ultrabomba, El pueblo que no quería ser gris... PROHIBIDOS. ¿Qué puede haber de “subversivo” en un cuento para niños?
Los responsables del Proceso de Reorganización Nacional estaban muy preocupados por preservar las mentes de los jóvenes de ideologías que pudieran “confundirlos”. Por eso ponían tanto énfasis en el control de los textos educativos y libros infantiles. La escuela fue el órgano elegido para ejecutar la vigilancia.
Uno de los libros inscriptos en la “lista negra”, es La Torre de Cubos de Laura Devetach. En la reedición del libro, la autora agradece: “A todas las maestras y todos los maestros que hicieron rodar estos cuentos cuando no se podía”.
El libro contiene relatos inspirados en la realidad de niños y adultos de barrios obreros de la ciudad de Córdoba, donde las madres retaban a sus hijos cuando terminaban los cuadernos porque no había dinero para comprar más; donde los niños podían hacer monigotes en la pared, porque “las paredes eran menos importantes que los chicos”, comenta la autora en la introducción.
En La Torre..., Bartolo tiene una planta que da cuadernos, los que regala a sus amigos; por lo cual no hay límite para dibujar y escribir. Laurita tiene una torre de cubos que le permite acceder a un mundo donde los papás ayudan a las mamás con las tareas de la casa y se preocupan porque los blancos no discriminen a los negros. Los niños están solos en casa porque papá y mamá trabajan, porque los sueldos ya no alcanzan. Los monigotes pintados en la pared hacen sopa de letras para aprender a hablar, escribir y poder comunicarse...
¿Qué de todo esto molestó a los censores? Quizás, todo. Porque aunque los verificadores del Ministerio de Educación lo censuraran por “fantasía ilimitada” la autora dice que sus cuentos “nacieron de la realidad”. Una realidad que denunciaba por sí sola las falencias y atrocidades de un sistema desigual y arbitrario. Un libro para niños que se animaba a pensar modelos diferentes de sociedad, de familia. Eso les resultó subversivo; aunque, como señala la autora en una autobiografía, “no se haya nombrado siquiera la palabra proceso militar”6.

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Los caballeros de la quema

El 29 de abril de 1976, fueron quemados por el Tercer Cuerpo del Ejército, en dependencias de la Brigada de Infantería Aerotransportada 14, miles de ejemplares de libros caratulados como “marxistas”. Un comunicado oficial decía: “En el día de la fecha se procede a incinerar esta documentación perniciosa, que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana. A fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos, revistas, se toma esta resolución para que con este material se evite continuar engañando a nuestra juventud sobre el verdadero bien que representan nuestros símbolos nacionales, nuestra familia, nuestra iglesia, y en fin, nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en: Dios, Patria, Hogar.”

“La Voz del Interior” publicó un breve comentario y las fotos que dan testimonio de la persecución y destrucción cultural.

NOTAS:

1 Luis Gusmán, El frasquito. Ed. Ómnibus. Bs. As. 1984.
2 H. Invernizzi y J. Gociol, Un Golpe a los Libros. Eudeba. Bs. As. 2003. págs. 311-317.
3 “Una página de oscuridad” de J. Gociol en “Puentes”. Año 1. Nº 3. Marzo 2001. págs. 48-51.
4 “La Nación”, 13/10/76.
5 H. Invernizzi. Op cit. págs. 121-127.
6 www.imaginaria.com.ar

Revista la Intemperie Nº 39

Tomado de:

Casa tomada - Julio Cortazar

Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte mas retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venia impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
—Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
—¿Estás seguro?
Asentí.
—Entonces —dijo recogiendo las agujas— tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
—No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:
—Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.
(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en vos más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.)
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.
—Han tomado esta parte —dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
—¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? —le pregunté inútilmente. —No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.

Julio Cortázar (1951) Bestiario, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994

Ante la ley - Franz Kafka

Relato de Kafka que ha dado pie a un artículo de Jacques Derrida, en el que plantea la similitud entre la ley y el texto (entendido como escrito objeto de análisis), basada en la impenetrabilidad de ambos: ley y texto están abiertos, pero son indescifrables, como secretos que no se entregan. La esencia misma de la ley -y la razón de su eficacia- es precisamente ser inaccesible, y, por lo tanto, incuestionable.

ANTE LA LEY

Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.

—Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.

La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:

—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.

El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un banquito y le permite sentarse a un costado de la puerta.

Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta los obsequios, pero le dice:

—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.

Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.

—¿Qué quieres saber ahora? —pregunta el guardián—. Eres insaciable.

—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?

El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:

—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.

Tomado de: http://www.librosenred.com/novedad.asp?id_articulo=90