La memoria como ética

Por Héctor Schmucler*

Cuando en nuestro país hablamos de memoria, de inmediato aparece la idea de la muerte. Y cuando la muerte no es sólo un dato estadístico sino una cicatriz en nuestro propio cuerpo, el distanciamiento resulta imposible. Quienes hemos sido habitantes y militantes de los tiempos que abarca nuestra común memoria, lo que podemos contemplar y sentir en nuestro vivir presente resulta inseparable de lo que hicimos o de lo que dejamos de hacer en aquel pasado. La distancia no se me hace posible. Somos, al menos los que me acompañan generacionalmente en una amplia gama de años, lo que hemos contribuido a hacer. Para los que han vivido una época no hay amnistía; es decir, no hay olvido, porque el olvido no se puede imponer a nuestros espíritus. La amnistía, al fin y al cabo, no es más que eso: un olvido impuesto.
El título de mi exposición está en singular pero tal vez no sea del todo correcto: siempre una memoria convive con otras. Sería preferible hablar de las memorias como ética. En la pluralidad, justamente, radica una razón sustancial para observar la memoria desde el campo de la ética. Cuando hablamos de memoria nos referimos a aquello que se suele llamar “memoria colectiva”, pero la memoria individual tiene la misma carga: no existe sino en relación a otro. Permanen-temente conviven memorias y por eso hablar de la memoria tal vez no refiera a nada real, a nada comprobable, a nada existente. Sólo la voluntad totalitaria sueña con que la memoria sea una sola. Tal vez este es el rasgo de lo totalitario: la aceptación de una sola memoria. El usar la memoria como un instrumento que busca clausurar otras memorias. Las memorias siempre están en pugna. Siempre hay un conflicto de memorias en las sociedades. El espíritu totalitario abandona la primordial virtud de la memoria que consiste en ser una permanente anamnesis, es decir, una búsqueda ininterrumpida a través de la memoria, para pasar a ser una memoria instrumental que finalmente busca dominar el complejo de las relaciones sociales.
La memoria es la práctica de una ética. Una ética que está antes del hacer, antes de la historia, pero que sólo se muestra en ese hacer. Cada uno de nosotros sabe lo temible que es la memoria –nos instala en situaciones que a veces desearíamos olvidar–. Cada uno sabe lo frágil que es la memoria –se desplaza caprichosamente y las verdades del pasado se suelen modificar de manera sustantiva. La memoria es imprevisible: en la experiencia individual, un aroma (después de Proust es imposible dejar de mencionarlo) revive un largo pasado, a veces es un sueño –tan involuntario como la presencia de un deseo–. A veces el esbozo de un dolor empuja, por ejercicio de la memoria, a un abismo de imprevista hondura. La memoria es equívoca, hace presentes verdades que mañana dejarán de serlo cuando otra sea la realidad que alude al mismo hecho. Sabemos esta inquietante realidad de la memoria y, sin embargo, también sabemos que nuestra vida en el mundo no sería concebible sin ella.
Todo lo humano, todas las acciones humanas, se realizan a partir de alguna memoria; no a partir del olvido, que es su contracara, su exigente complemento. En nuestro presente asistimos a una curiosa contradicción: tal vez pocos momentos como el nuestro han visto dilatarse en tal magnitud la presencia de la discusión sobre la memoria y, paradójicamente, vivimos una época marcada sustancialmente por el olvido. La memoria misma hace una guiñada al olvido cuando pasa a ser museificada. Y vivimos la época de los museos, en que todo parece contemplarse a través de algo cristalizado. Si cada época admite determinada memoria porque los individuos en cada época pueden reconocer, y reconocerse, de forma diferente –al fin y al cabo esto es la memoria: una forma de reconocimiento de un grupo–, el tiempo que nos toca vivir parece marcado por la fijación definitiva de la memoria. Recién decía: cada época permite, admite –no impone–, diversas constituciones de las memorias de los grupos, es decir, de las memorias colectivas. Cuando se museifica, cuando la memoria quiere quedar cristalizada, esta pulsión móvil de la memoria, este reconocimiento sucesivo de los grupos a través de las formas en que recuerdan, desaparece; y por lo tanto esta capacidad de rehacer la memoria, se pierde.
Vivimos un tiempo poco propicio, pareciera, para la duración que exige la memoria; vivimos un tiempo de fugacidad. Vivimos una época volcada al culto de la velocidad. Pero la memoria no sólo necesita duración; necesita repliegue. Replegarse para indagarse a sí misma. El camino de la memoria nos mantiene alertas, despiertos. Tal vez por eso la metáfora más significativa y una de las más usadas por todos los que piensan el tema de la memoria sea “Funes el memorioso”. El mismo Borges decía que su relato, en realidad, era una metáfora del insomnio. Es lo que no nos permite dormirnos. La memoria –al revés del espectáculo que domina nuestro espacio cultural y que nos distrae– nos trae, por eso hablaba de un repliegue. La memoria es una revisión; el espectáculo es un ver incesantemente novedoso. La memoria es presente –este es uno de sus rasgos sustanciales–: no hay memoria en el pasado, es el pasado hecho presente. No recordamos sino en este presente. Es el pasado vivido en este presente, es condición de un preciso presente.
La búsqueda de ambigüedad, en cambio, es característica de nuestro tiempo atravesado por la idea de mercado, es el rasgo de un mundo que se ha mercantilizado en todos sus rincones, de un gran mercado constituido como mundo, donde toda perduración atenta contra la propia existencia del mercado, donde la transmisión no es necesaria porque siempre se transmite algo pasado y el mundo, como mercado, exige la permanente novedad que multiplique las transacciones. Quisiera que esto se tomara en el sentido amplio de la palabra mercado; de la palabra mercantilización. No estoy hablando solamente de los objetos vendibles sino del mundo del espíritu que se ha mercantilizado, donde todo tiene valor en cuanto el mercado lo asume como tal. No es éste el campo para la memoria. Mientras en el mercado manda la obsolescencia, la memoria exige persistencia. Persistencia, o sea reordenamientos en el tiempo de la memoria y transmisión de tradiciones, es decir, continuidades. Cuando hablo de la continuidad transmitida para que una memoria persista, estoy aludiendo a otra idea sustantiva: la voluntad de transmitir la memoria.
La memoria colectiva, de los grupos, requiere la voluntad de continuidad. Aunque circula una idea sobre la espontaneidad de la existencia de la memoria (sustantivas memorias en sustantivos grupos que pueden llamarse pueblos, naciones, colectividades) no existe la continuidad de la memoria sin esta voluntad de transmisión. Tal vez el ejemplo más significativo de esta voluntad de transmisión sea la del pueblo judío que se reconoció y perduró en la memoria. Yosef Yerushalmi argumenta en este sentido en su magnífico libro, Zajor, donde señala que esa palabra hebrea, zajor, es el imperativo central que se repite en los libros bíblicos: “¡recuerda!”. El imperativo de Dios sobre este pueblo es que recuerde. Pero no dice simplemente“recuerda”. Algo así como “si recuerdas espontáneamente vas a recordar lo que debes”. La orden es recordar un preciso pasado. El imperativo zajor, es “recuerda que fuiste esclavo”, y “recuerda que yo, Dios, te saqué de Egipto”. Recuerda que fuiste esclavo, y que luego fuiste libre. Este recuerdo marca el proyecto de existencia de un pueblo; un recordar que implica una selección de qué recordar. Los grupos, las comunidades son tales a partir de la elección que hacen sobre qué recordar y qué abandonar al olvido. El olvido es el acompañante último de la memoria; más aún, es el espacio oceánico del que la memoria rescata determinadas cosas. Qué rescatar, qué se debe recordar para que guíe la conducta, la acción y la existencia de los pueblos, de los grupos, de los individuos. Aquí está la clave: en este qué se debe recordar está lo que, me parece, sustenta la idea de una ética constitutiva de la memoria. Porque se rescata del olvido según los valores con que se mira el mundo existente. No es azaroso el rescate. Antes del rescate, antes de la memoria, están estos valores que impulsan a rescatar o dejar en el olvido determinadas cosas.
¿Cómo establecer qué hechos, qué pensamientos rescatar para que se constituyan en una memoria que atraviese la existencia de los grupos? Esto es lo indefinible, lo imposible de objetivar. Aquello rescatado muestra la ética sobre la que se sustentan los recuerdos. Para decirlo de otra manera, la memoria es un hecho moral. Si la memoria es considerada como instrumento para algo, si es solamente instrumental, su fuerza moral se debilita. Estamos acostumbrados, en la Argentina, a hablar de la memoria como el instrumento para hacer justicia. La difusión de esta idea es notable: hay que recordar para que se haga justicia. Se presupone que si se recuerda, se va a recordar aquello que, uno presupone, va a estimular la justicia. Como si existiera un recuerdo constante, ya formado, que se alcanza con el sólo esfuerzo de recordar. Nuevamente: no hay una memoria, recordar no significa necesariamente recordar aquello que algunos recordamos. El recuerdo, al depender de valores que rescatan ciertas cosas para dejar en el olvido otras, constituye distintas memorias. El simple hecho de recordar no impulsa a un orden determinado de recuerdos. Este hecho no resulta tan claramente comprendido; la idea de que hay una sola memoria para condenar determinadas cosas o para aceptar determinadas otras, me parece que es una de las confusiones que aparecen constantemente cuando de la memoria se trata. Verificar que hay diversas memorias entre nosotros es verificar que hay diferentes experiencias vividas pero también distintos valores con los cuales vamos a rescatar ciertas memorias.
¿Qué memorias se pueden construir en la Argentina? ¿Qué memorias se ha intentado y se intenta construir? Hay una pregunta previa: ¿quiénes recuerdan? ¿qué recuerdan? Esto nos traslada rápidamente a los espacios de la política, de la historia y de la interpretación de la historia. ¿Es el mismo recuerdo el que atraviesa a aquellas personas que han sufrido ciertas experiencias en su propio cuerpo, en su propio grupo, de aquellas que no las han padecido? ¿Cómo hacer para que estas memorias sean trasladables? ¿Lo son? ¿O tendremos que aceptar que hay algo que recorta y que tal vez lo único posible es el diálogo entre distintas memorias pero no la búsqueda de unificación de estas memorias? Cuando se dice “memoria para que haya justicia”, estamos tal vez afirmando que con la justicia termina la función de la memoria. Esto tiene un riesgo si pensamos a la memoria como un valor moral. La memoria es incesante, la justicia, en todo caso, es un momento –si es que ocurre, si es que se establece justicia de acuerdo a los criterios que algunos sustentan–. El riesgo es que la memoria cese; que, cumplida su función, se diluya; que se afirme la ilusión de que la justicia repara el mal. Me parece que este es uno de los elementos sustanciales para diferenciar la memoria como instrumento o como una manera constante de vivir de los grupos y de los individuos.
La justicia, digámoslo, no repara el mal. No hay reparación. La justicia puede equilibrar cierta tensión existente en la sociedad o en los individuos pero no repara. La reparación simbólica pareciera borrar las cicatrices del cuerpo social y del cuerpo individual. Cicatrices, sin embargo, que habría que conservar para que la memoria pudiera sostenerse. No borrarlas, vivir con ellas, saber que las cicatrices, que el dolor vivido, es constitutivo de nuestro existir. Y ese es el acto de la memoria. Recordar, saber qué somos también por lo que se fue en otro momento. Decía: la memoria para la justicia corre el riesgo de concluir cuando la justicia se realiza o cuando no se realiza. Pero nada repara: ni el acto simbólico de la justicia mundana, ni el acto material con que a veces, también de manera simbólica, se quiere compensar los males que se ejercieron sobre la sociedad. El tema es urticante y actual, nos toca directamente. La memoria para la justicia puede rápidamente transformarse entre nosotros en la memoria para las reparaciones materiales. Y aquí se duplica el riesgo: se puede no sólo pensar que la justicia repara sino que también hay maneras de medir el mal. El mal es una verdad más intensa que cada uno de los crímenes, pero cada crimen es el mal. Como tal, cada crimen es injustificable. Ningún crimen justifica a otro; ninguno queda aminorado porque la víctima haya podido también ser acusada de crimen. Aquí está el mal. Transita en la creencia de que un crimen puede eliminarse con otro crimen. Y el que comete un crimen contra el criminal queda liberado de la responsabilidad de esa acción criminal. No otra cosa pensaron, instituyeron, sustanciaron, las juntas que sostuvieron la dictadura de los años setenta. Sobre los criminales, guerrilleros, podemos ejercer otro crimen. Y fíjense en lo que he dicho: a los criminales guerrilleros; es decir, estoy diciendo que aunque fueran criminales, ningún crimen sobre ellos es justificable. El crimen, lo criminal, el asesinato, por ejemplo, pasa a ser una categoría en sí, al margen de las virtudes con que se lo rodee, como el de hacer justicia. Estamos en el campo de los valores, en el reconocimiento o no de que no tenemos derecho a decidir sobre la vida del otro. (No se tiene derecho; esto no quiere decir que no se actúe.) Esta idea sustancial recorre los libros sagrados y está en la reiterada expresión “no matarás”, que no quiere decir simplemente “no elimines al otro” sino “no tienes derecho a eliminar al otro”, porque la vida del otro no te corresponde. Me parece que este sentimiento de cuidado por el otro, que significa “el otro es como vos” o, a la inversa, “yo soy porque el otro existe”, es la idea que recorre algunas memorias pero no necesariamente todas.
Si es así, si la memoria es la expresión de una ética, si es la forma en que reconocemos el mundo y a nosotros mismos, entonces la memoria es obligante. Es decir, reconocida cierta forma de recordar, reconocida nuestra presencia actual por lo que hemos sido, por lo que hemos recorrido y nos ha constituido, nuestras actitudes no son indiferentes. Somos, a partir de que hay una memoria y de que todos tenemos una memoria. Si reconocemos el peso de los valores sobre los que esta memoria se asienta, no podemos hacer cualquier cosa. No podemos propiciar una relación entre ética y memoria sin sentirnos aludidos. Por eso empecé diciendo que no puedo hablar de este tema con objetividad descriptiva. Si hablo como hablo es por mi propia experiencia, que yo no puedo dejar a un lado en los actos cotidianos. La memoria nos hace responsables de nuestros actos, porque los actos colectivos son la suma de los actos individuales. No es una suma algebraica, pero solamente en esta suma, en esta manera de actuar de los individuos, puede reconocerse al conjunto.
Si no fuera así, si la memoria no fuera obligante para cada uno de los miembros de un grupo, de un conjunto, concluiría toda idea de libertad. Si la memoria actúa como un único elemento abarcador del conjunto sin que cada uno asuma la responsabilidad de ese conjunto, estaríamos ante la presencia de una determinación previa a nuestra conducta. El sentido de la memoria apenas podría diferenciarse de la memoria mecánica de las máquinas, que hace cumplir cierta tarea sin que la máquina sepa que la está cumpliendo. Si hay alguna diferencia entre el mundo maquínico que nos rodea y la condición de lo humano, esa diferencia emerge en el momento en que se ejerce la posibilidad de decidir. La memoria nos obliga en la medida que nosotros la asumamos como tal; pero nuestra libertad, nuestra posibilidad de negarnos, es la garantía del uso de nuestra responsabilidad. Cuando digo negarnos, quiero decir negarnos al acatamiento, al cumplimiento de las pautas que otras memorias que no coinciden con nuestros valores nos están exigiendo; y esto me hace pensar que no tenemos escapatoria, no tenemos excusas. Nada puede hacernos realizar actos que nuestra conciencia –derivada también de una forma de la memoria– nos impide. Nadie puede decir “me vi obligado a eso, me impulsaron a esto”. Y nadie debería dejar de ser consciente de que aquello que realiza es también la voluntad de realizarlo, en la medida en que sigue siendo un ser humano, en la medida en que no le han sido eliminados las propiedades básicas de lo humano que son el sentimiento de responsabilidad y la capacidad de tomar decisiones. Tal vez la eliminación de estas condiciones de lo humano sea la forma más acabada del crimen. La eliminación de la capacidad de decidir niega humanidad a los seres humanos. Y esta presencia suprema del mal tal vez no sea otra cosa que la postergación indefinida del uso de la memoria.
· Conferencia pronunciada en la Biblioteca Nacional en el marco del ciclo “Pensamiento Contemporáneo”, julio 2005. La transcripción, realizada por Florencia Ferre, mantiene el tono coloquial de la exposición oral.

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LA intemperie Nº 38

SIETE COMENTARIOS*

Por Héctor Schmucler
Estos “comentarios” surgen a partir de la participación del público en la conferencia. Por la precaria forma de registro las preguntas realizadas no pudieron ser transcriptas, pero los “comentarios” realizados por Héctor Schmucler –muchas veces– dejan pistas para que puedan ser intuidas.
Museificación de la memoria
La diferencia entre una memoria que penetra nuestros actos y el museo es que el museo está allá. Podemos observarlo y seguir con la ilusión de que ya hemos hecho la experiencia de aquello que vimos en el museo, y muchas veces los museos sirven para eso. Algún autor decía que los museos pueden parecerse al nudo que se hace a veces en el pañuelo para recordar que no debemos olvidar algo y sabiendo que no vamos olvidar nada porque tenemos el nudo, nos olvidamos de para qué hicimos el nudo.

Recordar no inmuniza
Junto con memoria para la justicia, el otro lugar común es tenemos que recordar para que no se vuelva a repetir, frase de buena intención que tal vez olvide cómo se producen los hechos. En la historia todo se repite y es imposible evitar que se repita porque nunca se repite igual. La astucia del mal que atraviesa la historia es que nunca se repite de la misma manera. Por lo tanto, si no se incorpora como valor, el hecho de recordar, en sí, no significa nada. Nunca la recordación de un hecho ha impedido que vuelva a repetirse.

Medios y memoria: lo grave es el mundo
Los medios de comunicación pueden imponer ciertos hechos en ciertas circunstancias pero a partir de las condiciones existentes dentro de una sociedad determinada. Los medios de comunicación son el elemento coagulante de lo que está pasando en la sociedad. Cuando se critica a los medios se corre el riesgo de olvidarse de que lo criticable es la situación en la cual los medios actúan. Qué elementos hay para que los medios sean creíbles. Por lo tanto es mucho más grave. Los medios actúan sobre una cultura ya constituida que nos hace aceptar esto y que es previa. De lo que tendríamos que tomar nota es de que así está construido el mundo en el que vivimos. No hay una especie de “comando maldito”. Lo grave es el mundo. Un mundo mercantilizado: este es el mundo. Y no estoy hablando de los “malditos capitalistas”, aunque sean malditos en el sentido del mal que transportan.
Cuando todo esto se vuelve el pensamiento común es muy difícil decir una especie de verdad que no tiene por qué ser reconocida como verdad. Cuando yo estoy diciendo lo que digo, es una manera de mirar el mundo. Sería absolutamente ilegítimo querer decir que esta es la verdad que uno pudiera imponer o contrastar con algo que no es verdad. La verdad es todo lo que existe. Ahora, puedo decir que este mundo que existe no es el que más me agrada. Pero no por razones inmediatamente reconocibles. Ya se sabe que las culturas se van constituyendo a través del tiempo y de las adaptaciones que se van haciendo dentro de la sociedad y de los individuos. A quienes no nos parecen bien estas cosas podemos decirlas, podemos actuar. No contrariando aquello que decimos sino jugándonos hasta lo posible con lo que pensamos. No podemos eludir nuestra responsabilidad, no podemos hablar de una manera y actuar de otra. Pero ¿cuáles son los actos? En la exigencia cotidiana. ¿En qué se muestra la discontinuidad? Es imposible esquematizarlo. Pero cuando digo que la objetividad académica no cabe cuando se habla de estas cosas, estoy queriendo también señalar la multiplicidad de pensamiento que llenan páginas de los medios, y que llena libros y aulas y el pensamiento difundido a través de infinitos mecanismos masivos que nada tiene que ver con la realidad de lo que actúan aquellos que escriben, hablan, etc. Pero eso lo puede hacer un maestro de escuela, el padre de una familia, o un escritor reconocido. Esta responsabilidad del acto, actuar en consecuencia con lo que se piensa me parece que es fundamental para aquellos a quienes no nos gustan las cosas como están, pero es posible que ni tengamos la verdad ni tampoco seamos mayoría, sino todo lo contrario.

El nombre como posibilidad de presencia
Hay una condición de la ferocidad del mal en esta especie de doble muerte o doble desaparición del desaparecido. Una, la muerte presunta; otra, la negación de la muerte. Creo que el mal que se expresa en la acción llevada a cabo de la desaparición de personas más que la muerte es la negación de la muerte, porque eso niega la condición básica de lo que, por lo menos en nuestras culturas, consideramos humano. Aún el matar e identificar es señalar al muerto.
Este es el rasgo definitorio de la condena a la dictadura argentina: la negación del nombre. Porque lo que la memoria permite retener es el nombre. La voluntad de que el nombre no exista tiene que ver con aquella condena de los libros sagrados contra el mal: “ni su nombre será retenido”. El nombre como posibilidad de la presencia de aquel que vivió en las generaciones futuras. La desaparición es la figura magna del mal cometido contra nosotros. Así como el nazismo sería distinto sin la Shoah, en la memoria, la dictadura argentina sería distinta sin los desaparecidos. Y ahí entre la muerte, dentro del juego de las luchas de la legalidad existente de la sociedad, y la desaparición, creo que media una distancia enorme.
Los muertos en una guerra se diferencian del desaparecido, donde lo que es negado es la existencia misma de la persona. De manera que me parece que la memoria trabaja por ahí. Y es significativo. En nuestra historia concreta lo que se recuerda son los desaparecidos, con toda razón, con muy fuertes argumentos, con fuerte sustento de protesta moral. Los desaparecidos son el signo de una época, las muertes me parece que, al margen de ser condenables, merecen otro tipo de valoración.

Crítica a los derechos humanos
Cómo fundamentar la ética es en lo que se han ocupado de pensar los seres humanos de todos los tiempos. Personalmente creo que cuando uno dice mal piensa en algo que trasciende los actos cotidianos. Lo trascendente no kantianamente entendido, lo trascendente en sentido sagrado. Creo que es muy difícil sustentar una ética fuerte si no hay algún valor que siempre es sagrado y está más allá de nosotros mismos.
Los derechos humanos se pueden volver una especie de otorgamiento que los poderosos hacen a los que no tienen poder. Se les otorga un derecho. Lo humano es más que los derechos humanos. Esta idea de la consideración del otro; el otro no es el derecho a ser otro, es lo sustancialmente existente como relación entre los seres humanos, que no es un derecho, es una esencia. Tema importantísimo que tal vez nos tendría que abrir un amplio abanico de reflexión sobre el uso y el abuso, a veces, de la categoría derechos humanos que utiliza lo humano y no lo esencializa.

La existencia del otro como condición de mi propia existencia
Recordar la muerte, como algo que nos unifica; recordar nuestra finitud como pasajeros de este planeta. Si no hubiera acciones que presumen de existencias eternas, creo que es una de las grandes consignas para la humildad necesaria con que nos ubicamos frente al otro. Existimos en esta vida, y en ninguna otra; por lo tanto acá somos responsables y ejercemos ciertas formas de ética. Hay una, a la que yo me refería, que es la consideración del otro, la valoración del otro. La existencia del otro como condición de mi propia existencia. Cuando Hannah Arendt en su libro sobre Eichmann, propone una sentencia, dice exactamente eso. Lo condena también a muerte, pero porque nadie –dice más o menos textualmente–, puede querer vivir con alguien que considera que hay gente que está demás en el mundo.
Estas son dos éticas: la que se cree con derecho a decidir quién puede vivir y cómo puede vivir, y la que considera que la existencia del otro es sustancial para la existencia de mí mismo.

Perdón no es olvido
El olvido no es exigible, no se puede imponer. La memoria puede ser evocada, provocada, querida. Hay una voluntad de la memoria. Ninguna voluntad del olvido tiene éxito por la propia voluntad. Más que el derecho al olvido, podríamos hablar del derecho al perdón. Pero sólo puede perdonar la víctima, y perdonar no es olvidar. Justamente porque no se olvida se puede perdonar.


* Grabación y transcripción realizada por Florencia Ferre.
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