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El genocidio argentino - Por Santiago O’Donnell

Las sentencias a los represores Miguel Angel Etchecolatz y Christian von Wernich dicen que fueron condenados por cometer crímenes horrendos en el marco de un genocidio. En el caso del centro Arsenal Miguel de Azcuénaga, en Tucumán, la Justicia federal avanzó un paso más. Allí se juzga a un grupo de militares encabezado por Menéndez y Bussi, no ya por cometer crímenes dentro de un genocidio, sino directamente por el delito de genocidio. Más adelante la Corte Suprema tendrá que resolver si hubo o no genocidio en la Argentina. La respuesta no es tan obvia como parece.

Sucede que mientras la Justicia argentina y de varios países latinoamericanos parecen tener una idea de lo que constituye un genocidio, las cortes internacionales parecen tener otra, mucho más restrictiva, que dejaría afuera al caso argentino.

¿Y eso qué significa? En términos de castigo, nada. Un crimen de lesa humanidad conlleva la misma pena, la misma imprescriptibilidad y, al igual que el genocidio, no puede ser perdonado o amnistiado. Pero en términos simbólicos hay una diferencia. Y lo simbólico, en Derecho, no es irrelevante.

“El Derecho es tanto la posibilidad de castigo como la de construir un discurso de verdad”, explica Daniel Feierstein, titular de la cátedra de Genocidio de la Universidad de Buenos Aires.
Cuentan los expertos que los firmantes de la Convención de Genocidio de 1948 quisieron asegurarse de que el término sólo se usara en casos muy especiales como el Holocausto y el genocidio armenio. La Unión Soviética, sobre todo, que cargaba con las purgas stalinistas, pero también Gran Bretaña, Estados Unidos y varios países latinoamericanos apoyaron e impusieron la idea de excluir la categoría “grupos políticos” de la lista de minorías perseguidas que forman parte de la definición de genocidio. Esa lista quedó reducida a “grupos étnicos” y “grupos nacionales”.

El debate por la exclusión de “grupos políticos” duró décadas, pero la definición restrictiva volvió a imponerse en el Tratado de Roma de 1998, que dio lugar a la creación del Tribunal Internacional de La Haya. Las últimas decisiones de las cortes internacionales apuntan en esa dirección.

En el caso de la ex Yugoslavia, donde abundan ejemplos de limpieza étnica, el tribunal dictaminó que –salvo en la matanza de Sbrenica– hubo crímenes de lesa humanidad a granel, pero no genocidio.

En el caso de Darfur, las primeras órdenes de captura pedidas por el fiscal argentino Luis Moreno Ocampo son por crímenes de lesa humanidad, no genocidio. Eso no quiere decir que más adelante no presente cargos de genocidio, pero aún no ha sucedido. Moreno Ocampo dijo que presentó esos cargos en base a las pruebas recogidas, pero que no puede hablar sobre una investigación en curso.

En el caso de Camboya, donde se investigan matanzas de millones de personas durante el régimen de Pol Pot, el tribunal aún no ha decidido si hubo genocidio. Ahí también se generó un debate porque los números son apabullantes, pero la mayoría de las víctimas y de los victimarios pertenece a los mismos grupos étnicos y nacional.

Hasta ahora el único genocidio declarado por los tribunales internacionales fue el de los tutsi, en Ruanda. De los casos latinoamericanos, el que más se acerca a los criterios de la corte internacional es el exterminio de pueblos indígenas en Guatemala, pero ningún caso vinculado a ese hecho ha llegado a La Haya o Costa Rica.

“En América latina se hace una interpretación amplia y liberal del término genocidio que no está en sintonía con lo que está pasando a nivel internacional”, dice William Schabas, titular de la cátedra de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Irlanda-Galway. “La definición de la ONU tiene sentido. Existe una convención contra la discriminación racial pero no contra la discriminación en general. Con el genocidio se buscó destacar los crímenes contra razas y naciones.”

Según Schabas, para la corte internacional no basta la persecución y desplazamiento de un pueblo para que haya genocidio, sino intención de aniquilamiento. “En la ex Yugoslavia las fronteras estaban abiertas y se permitió la huida de las minorías étnicas. Esa circunstancia fue tomada en cuenta para la no aplicación del delito de genocidio.”

Sin embargo, varios países del mundo, incluyendo Francia, tienen leyes de genocidio que contemplan la persecución de grupos políticos. El dictador Marian Mengistu fue condenado en enero de este año por genocidio en Etiopía, otro de los países con ley de genocidio que contempla grupos políticos. Los autores de esa ley contaron con el asesoramiento del subsecretario actual de Derechos Humanos de Argentina, Rodolfo Matarolo.

El primer magistrado en determinar que ocurrió un genocidio en la Argentina fue el español Baltazar Garzón. En 1998, pidió la extradición a Gran Bretaña del dictador Pinochet por su responsabilidad en el genocidio contra los grupos nacionales de Chile y Argentina en los ‘70. El pedido fue avalado por una decisión unánime de la Corte Suprema española, que dictaminó que la Justicia de ese país era competente para juzgar a Pinochet por el delito de genocidio. Pero la Cámara de Lores británica, siguiendo el criterio de la corte internacional, rechazó el cargo y denegó la extradición.

La Corte Suprema española dio un vuelco en el 2005 cuando sentenció al ex marino Adolfo Scilingo a 640 años de cárcel por matar a 30 personas en vuelos de la muerte. En ese caso desechó la imputación de genocidio que había hecho Garzón y lo condenó por delitos de lesa humanidad.

En América latina el primer fallo por genocidio ocurrió en Brasil en 1997 cuando una corte federal condenó a cinco “garimpeiros” o mineros a 19 años de prisión por su rol en la masacre de 12 indios yanomami en la frontera venezolana en 1993. Los yanomami habían vivido aislados de la civilización hasta 1950 y desde el arribo de los garimpeiros en los ’70, unos 2000 aborígenes de esa tribu habían muerto por ataques o enfermedades transmitidas por los mineros. En agosto del año pasado la Corte Suprema brasileña confirmó el fallo, basado en la ley brasileña de Genocidio de 1956, que copia la definición de la Naciones Unidas.

El mes pasado el gobierno boliviano invocó su propia ley de Genocidio para solicitar la extradición desde Estados Unidos del ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, acusado de la matanza de la Guerra del Gas, cuando 50 manifestantes murieron en la balacera policial que precedió a la caída de su gobierno en el 2003. La ley boliviana, además de la definición de Naciones Unidas, considera genocidas a “el o los autores, u otros culpables directos o indirectos de masacres sangrientas en el país”. La petición del fiscal a los Estados Unidos fue avalada por un voto del congreso boliviano.

En México, en cambio, el cargo de genocidio contra el ex presidente Luis Echeverría por la masacre de Tlateloco en 1969 no prosperó. Primero una comisión especial creada por el gobierno de Vicente Fox para investigar la recordada masacre de los estudiantes imputó a Echeverría con el crimen de genocidio. Después un juez lo procesó y ordenó su arresto domiciliario. Después otro juez lo dejó libre y dijo que hubo genocidio, pero no podía probarse la responsabilidad del ex presidente, ni de ninguno de los otros imputados. Después la Corte Suprema desechó el cargo de genocidio, argumentado que no estaba fundamentado.

La única corte internacional en la región, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, podría considerar en breve un caso de genocidio por motivos políticos. Se trata del caso de la Unión Patriótica colombiana, un partido político formado por ex guerrilleros, cuyos candidatos y militantes fueron sistemáticamente perseguidos y eliminados en los ‘90. “Estamos estudiando el caso y los querellantes nos han pedido que se los juzgue por homicidio”, dijo Víctor Abramovich, miembro de la CIDH, la comisión encargada de presentar casos ante la corte. La ley colombiana de genocidio, aprobada en 2000 después de un fuerte cabildeo de los sobrevivientes de Unión Patriótica, incluye “grupos políticos” en su definición.

En la megacausa contra los represores argentinos Garzón usó varios criterios, o caminos, para llegar a la definición de genocidio de las Naciones Unidas. De todos ellos, el tribunal de La Plata que condenó a Von Wernich y Etchecolatz utilizó el de “destrucción parcial de grupo nacional”.
“Me parece el criterio más apropiado porque el Proceso de Reorganización Nacional propuso transformar al conjunto de la sociedad argentina, por lo tanto la eliminación de distintos grupos políticos era el medio, pero el fin era la destrucción parcial del grupo nacional argentino y en ese sentido constituye el delito de genocidio”, señala Feierstein.

Entre los abogados vinculados a los derechos humanos el genocidio argentino es tema de debate. Las ONG vinculadas a los sobrevivientes de los centros clandestinos encabezan la corriente de pensamiento que apoya la idea de juzgar por genocidio a los represores. Pero otros expertos señalan que en la Argentina el delito de genocidio todavía no se tipificó y que ése debería ser el primer paso. (En Tucumán se utiliza la figura de “delito internacional de genocidio”, invocando los tratados internacionales sobre el tema a los que adhiere la Argentina.) También dudan de que el delito pueda aplicarse retroactivamente a represores ya condenados por delitos de lesa humanidad, teniendo en cuenta que se violaría el principio de cosa juzgada por un castigo que terminaría siendo el mismo.

Lo que nadie parece disputar es que un plan sistemático para desaparecer personas y robar bebés es algo especial que merece un tratamiento acorde en la justicia, que va más allá del delito individual.

Para Juan Méndez, quien fuera hasta abril pasado asesor especial del secretario general de la ONU para el Estudio y la Prevención de Genocidio, el derecho evoluciona y lo que no es ahora puede ser más adelante.

“Las sentencias de Von Wernich y Etchecolatz representan una buena evolución –opinó Méndez, actualmente director de la ONG Centro Internacional para la Justicia en Transición–. No fueron hallados culpables de genocidio, sino de crímenes `en el contexto de un genocidio’. Para el derecho penal ese ‘contexto’ no quiere decir nada. Pero lo que las sentencias agregan es reconocer el carácter de la represión en la Argentina y darle el nombre de genocidio, válido para el derecho argentino aunque no para el derecho internacional, pero que se va agregando a una tendencia y algún día se puede dar.”

Una definición de “genocidio”

Entrevista a Daniel Feierstein, por: Victoria Ginzberg

Daniel Feierstein habló con Página/12 sobre el genocidio como destructor de relaciones sociales, sobre la todavía posible lucha contra la realización simbólica del proceso y sobre la tesis del juez español Baltasar Garzón, que ayudó a que los crímenes de la última dictadura militar no quedaran en un pasado irresuelto operando constantemente sobre el presente. “Que la Obediencia Debida sea un valor legitimado por la palabra del derecho es la mejor forma de permitir la repetición de las prácticas genocidas”, señaló.

–¿Por qué se puede hablar de genocidio en la Argentina? ¿Qué es lo que caracteriza ese proceso?
–Hay dos discusiones, una de orden jurídico y otra sociológica. A nivel jurídico el genocidio es el aniquilamiento sistemático de un grupo de población como tal. Esto es lo que a partir de la Segunda Guerra empieza a circular como la definición de un nuevo tipo de delito. A partir de discusiones de orden político en las Naciones Unidas el concepto quedó limitado a la destrucción de determinados grupos: étnicos, nacional, racial y religioso. Garzón plantea la posibilidad de repensar la redacción de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio dado que responde a la presión de algunos estados y que en muchos países, como en España, los grupos políticos están incluidos en la tipificación de genocidio en los años en que ocurren los hechos. Pero hay una segunda línea de argumentación de Garzón que es demostrar que, aun dentro de la definición restrictiva, los hechos ocurridos en la Argentina constituyen genocidio. Primero porque implican a la destrucción parcial de un grupo nacional, en este caso la sociedad argentina. Segundo, porque operan con una matriz religiosa: enfrentan a los enemigos de la occidentalidad cristiana. Además, la dictadura opera construyendo a la víctima de un modo racista y Garzón señala que el racismo es siempre una construcción política, porque si no se viera de este modo, se plantearía, junto a los racistas, que existen razas. Por último, retoma el tratamiento particular dado a las víctimas judías en la dictadura para decir que incluso hubo una intencionalidad, si bien no fundamental, de una persecución antisemita peculiar que constituye la estigmatización de un grupo étnico. Desde estos cuatro lugares, Garzón sustenta la utilización del concepto de genocidio para el juzgamiento de los hechos ocurridos en la dictadura.

–¿Y desde el punto de vista sociológico?
–En el orden sociológico, hay trabajos de los últimos 30 y 40 años que nosotros (en la cátedra) tomamos, que piensan el genocidio no sólo como la aniquilación de una fuerza social sino como la destrucción de relaciones sociales en el conjunto de la sociedad a la cual va dirigido. Si el objetivo en la Argentina hubiese sido, como en otras dictaduras, la represión concreta de un grupo político determinado y bien identificado, hubiese sido una dictadura represiva, un estado terrorista, pero no hubiese implicado además una práctica genocida y probablemente sus efectos no se hubiesen prolongado a tal nivel en el conjunto de la sociedad. La dictadura se propuso aniquilar una cantidad de gente muy superior a los miembros de las organizaciones armadas de izquierda. Para la teoría de los dos demonios esto implicó una lógica de la irracionalidad, mataban a cualquiera. Hay que tratar de recomponer esa causalidad. De ningún modo era cualquiera y tampoco eran sólo los miembros de las organizaciones armadas. Era, justamente, el conjunto de quienes desarrollaban prácticasde articulación social, de solidaridad, en muy diversos espacios: barrios, centros de estudiantes, sindicatos. Incluso desde el propio nombre de la dictadura como Proceso de Reorganización Nacional está claro que lo que se busca no es sólo la desarticulación de una fuerza social, de ciertos grupos políticos sino la desarticulación del conjunto de la sociedad y su rearmado.

–¿Actualmente estaríamos empezando a deshacernos de los efectos que dejó el genocidio? –Creo que lo que comenzó a operar, y por eso los genocidas hablaban de treinta años, es un recambio generacional. Así como la dictadura planteaba a los padres preocuparse por dónde estaba su hijo, como forma de regulación de sus conductas, lo que aparece en la generación siguiente es la pregunta de los hijos por dónde estaban sus padres. Esto permite la fisura de modelos como la teoría de los dos demonios, que son funcionales para la población que sufrió el proceso genocida y absurdos para la generación que no lo vivió. ¿Cómo se entiende un modelo donde una sociedad es agredida por fuerzas externas y nadie que narra estos sucesos pertenece a estas fuerzas, pero estos procesos ocupan al conjunto de la sociedad? Eso sirve para que el que lo vivió pueda situarse en el rol de víctima en lugar de preguntarse en qué medida fue cómplice. Pero es una explicación absurda para quien no vivió esos hechos. Lo mismo ocurrió con la generación alemana posnazismo con el discurso que narraba al nazismo como una intromisión de la irracionalidad en Alemania, pero donde nadie había participado. Los hijos se preguntaron dónde estaban los nazis.

–En ese caso la pregunta provenía de los hijos de los nazis o colaboradores y en la Argentina vino de los hijos de las víctimas.
–Los hijos de los desaparecidos son quienes conducen este proceso, pero son los hijos de la sociedad argentina en general los que se preguntan dónde estaban esos padres. Este modelo exculpatorio de una sociedad víctima de agentes externos, hace preguntar: si todos eran víctimas ¿quién llevó a cabo las prácticas, quién dio consenso, quién dio complicidad? Es una pregunta que atraviesa toda una generación.

–El debate sobre el rol de la sociedad en la última dictadura puede ir desde la victimización total a la culpabilización total.
–Son dos modelos iguales de cosificadores. El tema es abrir la discusión. Creo que la sociedad no fue ni toda víctima ni toda cómplice. Cada conducta fue particular. El preguntar a los padres dónde estaban no se responde necesariamente con la culpabilidad. Hay infinidad de pequeños heroísmos que tampoco se han narrado, de conductas que implicaron modalidades de resistencia a la dictadura.

–¿Qué efectos en la sociedad, más allá de los jurídicos, tiene la reapertura de los juicios?
–Si pensamos las prácticas genocidas como destrucción de relaciones sociales, éstas no culminan con el exterminio material de la fuerza social. Necesitan una nueva etapa, que es lo que llamo realización simbólica de las prácticas genocidas. Necesitan que ese genocidio sea pensado de una determinada manera y no de otra. Si el genocidio culmina con el exterminio material de quienes ejecutaban, por ejemplo, una relación social de solidaridad, esa relación puede ser retomada por otras personas que vean en esa práctica una relación social interesante para repetir. La realización simbólica del genocidio construye un modelo de explicación del genocidio que ejerce una doble negación de esa relación de solidaridad. No se recuerda esa relación social y el hecho genocida queda remitido a una práctica irracional: hubo una serie de militares locos que tomaron el poder y aniquilaron a cualquiera porque era parte de su locura. La identidad de aquellos sujetos aniquilados, el tipo de relación social que encarnaban, que es lo que intentaba destruir el genocidio, ni siquiera puede ser recuperada porque queda hasta negada en la posibilidad de recordarse. Esto es lo que puede llegar a ponerse en discusión cuando se reabra el debate.

–¿Hay algo que garantice que no se repita un genocidio?
–Nunca hay garantías totales. El psicoanálisis plantea que sólo a partir de conocer las prácticas y elaborarlas se puede plantear su reelaboración. Hay también efectos de lo jurídico que operan en lo simbólico. Que la obediencia debida sea un valor legitimado por la palabra del derecho es la mejor forma de permitir la reiteración.

Daniel Feierstein es investigador y docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Sociólogo, de 35 años, fue coordinador del Centro de Estudios Sociales de DAIA y consultor del Instituto contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi).
2003-08-03