Entrevista a Daniel Feierstein, por: Victoria Ginzberg
Daniel Feierstein habló con Página/12 sobre el genocidio como destructor de relaciones sociales, sobre la todavía posible lucha contra la realización simbólica del proceso y sobre la tesis del juez español Baltasar Garzón, que ayudó a que los crímenes de la última dictadura militar no quedaran en un pasado irresuelto operando constantemente sobre el presente. “Que la Obediencia Debida sea un valor legitimado por la palabra del derecho es la mejor forma de permitir la repetición de las prácticas genocidas”, señaló.
Daniel Feierstein habló con Página/12 sobre el genocidio como destructor de relaciones sociales, sobre la todavía posible lucha contra la realización simbólica del proceso y sobre la tesis del juez español Baltasar Garzón, que ayudó a que los crímenes de la última dictadura militar no quedaran en un pasado irresuelto operando constantemente sobre el presente. “Que la Obediencia Debida sea un valor legitimado por la palabra del derecho es la mejor forma de permitir la repetición de las prácticas genocidas”, señaló.
–¿Por qué se puede hablar de genocidio en la Argentina? ¿Qué es lo que caracteriza ese proceso?
–Hay dos discusiones, una de orden jurídico y otra sociológica. A nivel jurídico el genocidio es el aniquilamiento sistemático de un grupo de población como tal. Esto es lo que a partir de la Segunda Guerra empieza a circular como la definición de un nuevo tipo de delito. A partir de discusiones de orden político en las Naciones Unidas el concepto quedó limitado a la destrucción de determinados grupos: étnicos, nacional, racial y religioso. Garzón plantea la posibilidad de repensar la redacción de la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio dado que responde a la presión de algunos estados y que en muchos países, como en España, los grupos políticos están incluidos en la tipificación de genocidio en los años en que ocurren los hechos. Pero hay una segunda línea de argumentación de Garzón que es demostrar que, aun dentro de la definición restrictiva, los hechos ocurridos en la Argentina constituyen genocidio. Primero porque implican a la destrucción parcial de un grupo nacional, en este caso la sociedad argentina. Segundo, porque operan con una matriz religiosa: enfrentan a los enemigos de la occidentalidad cristiana. Además, la dictadura opera construyendo a la víctima de un modo racista y Garzón señala que el racismo es siempre una construcción política, porque si no se viera de este modo, se plantearía, junto a los racistas, que existen razas. Por último, retoma el tratamiento particular dado a las víctimas judías en la dictadura para decir que incluso hubo una intencionalidad, si bien no fundamental, de una persecución antisemita peculiar que constituye la estigmatización de un grupo étnico. Desde estos cuatro lugares, Garzón sustenta la utilización del concepto de genocidio para el juzgamiento de los hechos ocurridos en la dictadura.
–¿Y desde el punto de vista sociológico?
–En el orden sociológico, hay trabajos de los últimos 30 y 40 años que nosotros (en la cátedra) tomamos, que piensan el genocidio no sólo como la aniquilación de una fuerza social sino como la destrucción de relaciones sociales en el conjunto de la sociedad a la cual va dirigido. Si el objetivo en la Argentina hubiese sido, como en otras dictaduras, la represión concreta de un grupo político determinado y bien identificado, hubiese sido una dictadura represiva, un estado terrorista, pero no hubiese implicado además una práctica genocida y probablemente sus efectos no se hubiesen prolongado a tal nivel en el conjunto de la sociedad. La dictadura se propuso aniquilar una cantidad de gente muy superior a los miembros de las organizaciones armadas de izquierda. Para la teoría de los dos demonios esto implicó una lógica de la irracionalidad, mataban a cualquiera. Hay que tratar de recomponer esa causalidad. De ningún modo era cualquiera y tampoco eran sólo los miembros de las organizaciones armadas. Era, justamente, el conjunto de quienes desarrollaban prácticasde articulación social, de solidaridad, en muy diversos espacios: barrios, centros de estudiantes, sindicatos. Incluso desde el propio nombre de la dictadura como Proceso de Reorganización Nacional está claro que lo que se busca no es sólo la desarticulación de una fuerza social, de ciertos grupos políticos sino la desarticulación del conjunto de la sociedad y su rearmado.
–¿Actualmente estaríamos empezando a deshacernos de los efectos que dejó el genocidio? –Creo que lo que comenzó a operar, y por eso los genocidas hablaban de treinta años, es un recambio generacional. Así como la dictadura planteaba a los padres preocuparse por dónde estaba su hijo, como forma de regulación de sus conductas, lo que aparece en la generación siguiente es la pregunta de los hijos por dónde estaban sus padres. Esto permite la fisura de modelos como la teoría de los dos demonios, que son funcionales para la población que sufrió el proceso genocida y absurdos para la generación que no lo vivió. ¿Cómo se entiende un modelo donde una sociedad es agredida por fuerzas externas y nadie que narra estos sucesos pertenece a estas fuerzas, pero estos procesos ocupan al conjunto de la sociedad? Eso sirve para que el que lo vivió pueda situarse en el rol de víctima en lugar de preguntarse en qué medida fue cómplice. Pero es una explicación absurda para quien no vivió esos hechos. Lo mismo ocurrió con la generación alemana posnazismo con el discurso que narraba al nazismo como una intromisión de la irracionalidad en Alemania, pero donde nadie había participado. Los hijos se preguntaron dónde estaban los nazis.
–En ese caso la pregunta provenía de los hijos de los nazis o colaboradores y en la Argentina vino de los hijos de las víctimas.
–Los hijos de los desaparecidos son quienes conducen este proceso, pero son los hijos de la sociedad argentina en general los que se preguntan dónde estaban esos padres. Este modelo exculpatorio de una sociedad víctima de agentes externos, hace preguntar: si todos eran víctimas ¿quién llevó a cabo las prácticas, quién dio consenso, quién dio complicidad? Es una pregunta que atraviesa toda una generación.
–El debate sobre el rol de la sociedad en la última dictadura puede ir desde la victimización total a la culpabilización total.
–Son dos modelos iguales de cosificadores. El tema es abrir la discusión. Creo que la sociedad no fue ni toda víctima ni toda cómplice. Cada conducta fue particular. El preguntar a los padres dónde estaban no se responde necesariamente con la culpabilidad. Hay infinidad de pequeños heroísmos que tampoco se han narrado, de conductas que implicaron modalidades de resistencia a la dictadura.
–¿Qué efectos en la sociedad, más allá de los jurídicos, tiene la reapertura de los juicios?
–Si pensamos las prácticas genocidas como destrucción de relaciones sociales, éstas no culminan con el exterminio material de la fuerza social. Necesitan una nueva etapa, que es lo que llamo realización simbólica de las prácticas genocidas. Necesitan que ese genocidio sea pensado de una determinada manera y no de otra. Si el genocidio culmina con el exterminio material de quienes ejecutaban, por ejemplo, una relación social de solidaridad, esa relación puede ser retomada por otras personas que vean en esa práctica una relación social interesante para repetir. La realización simbólica del genocidio construye un modelo de explicación del genocidio que ejerce una doble negación de esa relación de solidaridad. No se recuerda esa relación social y el hecho genocida queda remitido a una práctica irracional: hubo una serie de militares locos que tomaron el poder y aniquilaron a cualquiera porque era parte de su locura. La identidad de aquellos sujetos aniquilados, el tipo de relación social que encarnaban, que es lo que intentaba destruir el genocidio, ni siquiera puede ser recuperada porque queda hasta negada en la posibilidad de recordarse. Esto es lo que puede llegar a ponerse en discusión cuando se reabra el debate.
–¿Hay algo que garantice que no se repita un genocidio?
–Nunca hay garantías totales. El psicoanálisis plantea que sólo a partir de conocer las prácticas y elaborarlas se puede plantear su reelaboración. Hay también efectos de lo jurídico que operan en lo simbólico. Que la obediencia debida sea un valor legitimado por la palabra del derecho es la mejor forma de permitir la reiteración.
Daniel Feierstein es investigador y docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Sociólogo, de 35 años, fue coordinador del Centro de Estudios Sociales de DAIA y consultor del Instituto contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi).
2003-08-03
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