Introducción
La vocación del poder de apoderarse de la vida y someterla a sus atribuciones soberanas constituye un proceso antiguo. Sin embargo la emergencia de fenómenos inéditos en esa vieja tendencia permite hablar de la constitución de algo nuevo, que se ha expresado en la noción de biopoder. En este trabajo nos interesa establecer las particularidades del biopoder en el contexto en donde el capital, su dinámica y despliegue, rigen el sentido del mundo y su organización. Desde ese horizonte retomaremos los planteamientos de Michel Foucault y Giorgio Agamben, autores en cuyas obras se encuentran algunas de las principales propuestas sobre el tema, y señalaremos los que consideramos sus aportes así como los límites de sus formulaciones. Este ejercicio de reflexión pretende aportar argumentos que justifiquen hablar del biocapital como categoría que asume y supera la del biopoder.
I. Biopoder y biocapital
En una apretada síntesis que tiene la particularidad de precisar las coordenadas del tema, Michel Foucault señala que el poder sobre la vida "se desarrolló desde el siglo XVII en dos formas principales; (…)". Uno, "centrado en el cuerpo como máquina: su educación, el aumento de sus aptitudes (…), su docilidad, su integración en sistemas de control eficaces y económicos (…)". El segundo, formado "(…) hacia mediados del siglo XVIII, fue centrado en el cuerpo-especie (…) que sirve de soporte a los procesos biológicos: (…) los nacimientos y la mortalidad, el nivel de salud, la duración de la vida (…); todos estos problemas los toman a su cargo una serie de intervenciones y controles reguladores: una biopolítica de la población. Las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen los dos polos alrededor de los cuales se desarrolló la organización del poder sobre la vida". Es así como emerge un poder "cuya más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente". Con ello, agrega Focucault, "se inicia (…) la era de(l) (…) `biopoder’".
No es que con anterioridad la vida no estuviera presente en la historia. Lo nuevo es "la entrada de los fenómenos propios de la vida de la especie humana en el orden del saber y del poder". De esta forma "lo biológico se refleja en lo político", permitiendo que "el dominio que puede ejercer (el poder ) sobre (seres vivos) deberá colocarse en el nivel de la vida misma (…)".
El período considerado por Foucault (siglos XVII y XVIII) corresponde grosso modo con los tiempos del capitalismo en el mundo central que contempla aspectos de la acumulación originaria y de la manufactura. Foucault reconoce que "ese bio-poder fue, a no dudarlo, un elemento indispensable en el desarrollo del capitalismo; éste no pudo afirmarse sino al precio de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos". Más aún, "el ajuste entre la acumulación de los hombres y la del capital, la articulación entre el crecimiento de los grupos humanos y la expansión de las fuerzas productivas (…) fueron posibles gracias al ejercicio del bio-poder en sus formas y procedimientos múltiples" [1]
Los vínculos entre los movimientos económico-políticos del capital y la vida no constituyen puntos de atención para Foucault en el tratamiento del tema, más allá de las breves referencias antes señaladas. Son esos vínculos, sin embargo, los que aquí nos interesa destacar, porque conforman, como veremos, el piso primordial desde donde construir la reflexión sobre el biopoder. Postulamos que el campo del biopoder se aloja en la relación capital-trabajo, que es la que articula el sentido del mundo societal en que hoy los hombres se desenvuelven. Esa relación constituye entonces un punto privilegiado de análisis, como Marx ya lo destacó. Centremos nuestra atención en ella destacando los aspectos que nos permitan asentar sobre nuevas bases la noción de biopoder.
1.- Corporeidad viva: basamento del biocapital
El trabajo, como trabajo útil, es condición de vida del hombre, al permitir la gestación de valores de uso, de bienes que permiten su vida y la reproducción de la sociedad. Esta condición perenne y natural de intercambio orgánico entre el hombre y la naturaleza asume, sin embargo, una impronta particular en el capitalismo, convirtiéndose en una actividad en donde la vida misma de los trabajadores queda expuesta y en entredicho.
El acontecimiento fundante en este giro histórico se ubica en los procesos que propiciaron la violenta y masiva separación de los trabajadores de los medios de producción y de los medios de subsistencia[2] y su conformación en tanto capital, reseñados por Marx en la llamada "acumulación originaria"[3]. De allí en adelante será primordialmente la dinámica económica y política gestada a partir de ese proceso la que permitirá que dichos medios se enfrenten a los trabajadores como algo ajeno y que los somete. Para los productores despojados, sólo les será posible a acceder a los medios de subsistencia bajo formas mediadas por la venta de sus capacidades física y espirituales que le permiten trabajar. El trabajo se conforma así como un proceso que pondrá frente a frente, y de manera recurrente, al capitalista y a los trabajadores: uno, como poseedor de los medios de producción y de subsistencia; otros, como poseedores de su fuerza de trabajo.
Esta es la premisa básica que organiza el trabajo en el mundo regido por el capital. La constitución de la fuerza de trabajo en mercancía encierra, como en toda mercancía, una unidad contradictoria. Quien la vende la enajena por un valor de cambio, como forma de acceder a los medios de subsistencia. Quien la compra la adquiere para "disfrutar" su valor de uso, esto es, del trabajo mismo. En esa situación se dibujan las fronteras que enmarcan el territorio que aquí nos importa destacar.
Toda venta de una mercancía supone para el vendedor desprenderse de la misma, al consumarse el proceso, y su entrega al comprador, para que éste disponga de la misma como mejor le convenga. Pero en la venta y compra de la fuerza de trabajo se hace presente un hecho paradojal: las capacidades físicas y creativas que permiten trabajar no son ajenas a la corporeidad viva del trabajador[4]. Esto implica que no es posible separar materialmente la fuerza de trabajo de la existencia misma de su propietario. No hay una distinción ontológica entre una y otra. Por tanto, al hacer entrega de la mercancía vendida, la fuerza de trabajo, su propietario no sólo termina entregando a aquella, sino el plus de su propia base material en tanto ser viviente. No hay desprendimiento posible entre su cuerpo vivo y su capacidad de trabajo y entre su existencia como ser vivo y dicha capacidad[5].
Lo que se pone en juego en esta transacción, por tanto, no es algo ajeno a la vida misma del trabajador. En esta particular relación mercantil no sólo está presente el intercambio de valores y de productos útiles: es la propia existencia de uno de los contratantes la que se pone en entredicho. La "libertad" del trabajador de disponer de su fuerza vital y ponerla a la venta en el mercado, lleva consigo, de manera simultánea, pero oculta, el poner a disposición de otro, el capital, su propia existencia. Esta parece un elemento excluido del proceso de intercambio. Sin embargo es el elemento verdaderamente incluido. Sin vida y cuerpo no hay fuerza de trabajo.
La recuperación del trabajador de la integridad sobre su ser, al reapoderarse de su capacidad de trabajo al final de la jornada, sólo sirve para velar que es su existencia toda la que queda en entredicho. Porque ese reapoderamiento sólo constituye un pequeño paréntesis dentro de un proceso que obliga al productor a tener que volver a presentarse durante toda su vida útil al mercado como vendedor de su fuerza vital[6]. El dinero que percibe por su mercancía, bajo la forma del salario, fluctúa en torno al valor de los bienes que necesita para reponer sus fuerzas físicas y espirituales, no para acumular y romper con su condición de hombre despojado de medios de producción y de subsistencia[7]. A ello se reduce su condición de hombre libre en este terreno. Desde esta perspectiva, el pequeño paréntesis de reapropiación del trabajador de su existencia deja de ser tal, para convertirse en un tiempo de reposición que reclama el propio capital.
Es en estas coordenadas en donde se encuentran los puntos nodales del poder del capital sobre la vida y la base de una teoría del biopoder en el capitalismo. Ellos constituyen, sin embargo, los puntos ciegos de las reflexiones de Foucault y de Agamben, proyectando una sombra que cubre sus discursos, más allá de las virtudes y nuevos horizontes que sus análisis han abierto sobre el tema.
Si en términos de la teoría de la explotación desarrollada por Marx, la fuerza de trabajo se nos presenta como una mercancía de excepción, capaz de crear más valor que el que ella vale, lo que como exclusión la convierte en lo sustancialmente incluido en el "inmenso arsenal de mercancías" establecido por el capital, desde la teoría del biocapital el vínculo capital-corporeidad viva del trabajador destaca los cimientos de un orden social que reposa, como exclusión[8], en el poder del capital sobre la vida, siendo ésta lo verdaderamente incluido. Si aquella teoría nos lleva al examen del antagonismo-complemento capital-trabajo, ésta nos orienta hacia el antagonismo-complemento capital-vida. En términos del análisis vale diferenciarlas, pero, a su vez, volver a integrarlas, como requisito para la cabal comprensión del proceso. Desde aquí ya podemos vislumbrar la necesaria asunción del capital como unidad económica y política. Toda separación forma parte de los velos que ocultan aquella condición.
2.- La vida como simple trabajo excedente
El antagonismo-complemento que pone de manifiesto que es la vida misma del propietario de la mercancía fuerza de trabajo la que se encuentra expuesta, asume nuevas dimensiones cuando consideramos la lógica que rige el uso de esta mercancía, esto es, el trabajo mismo. Para ello debemos abandonar la esfera de la circulación para adentrarnos en la de la producción. Y ya en ese movimiento "parece como si cambiase algo la fisonomía de los personajes de nuestro drama. El antiguo poseedor de dinero abre la marcha convertido en capitalista, y tras él viene el poseedor de la fuerza de trabajo, transformado en obrero suyo (…)". El primero "pisando recio", el segundo "receloso, de mala gana, como quien va a vender su propia pelleja."[9].
Esta viva imagen puede parecer exagerada. Sin embargo sólo es una pálida expresión de la esencia del trabajo en el capitalismo, en donde la lógica de la valorización incesante del capital busca producir y apropiarse del mayor tiempo de trabajo excedente[10]. La existencia del trabajador, en tanto encarnación del potencial generador de nuevo valor se ve así sometida a un mando despótico[11], el del capital, a cuya naturaleza le es inherente un hambre insaciable de tiempo de trabajo que rebase el tiempo de trabajo necesario.
Todas las formas de organización del trabajo, bajo esta dinámica, operan para que el trabajador termine siendo simple encarnación de tiempo de trabajo. El tiempo de descanso, que se proyecta como reapropiación de su existencia, aparece para el capital como tiempo improductivo. Sin embargo, termina siendo en realidad tiempo del capital, ya que en él el trabajador reproduce las condiciones para que el capital pueda volver a extraer sus fuerzas físicas y espirituales. Por ello, en definitiva, "(…) el obrero no es, desde que nace hasta que muere, más que fuerza de trabajo" señala Marx, y "todo su tiempo disponible es, por obra de la naturaleza y por obra del derecho, tiempo de trabajo y pertenece, como es lógico, al capital para su incrementación"[12].
De condición de vida, en la organización capitalista el trabajo reposa en una tendencia contraria, tanto por la particular relación entre fuerza de trabajo y corporeidad viva del trabajador, así como por el elemento que motoriza el trabajo en esta organización societal, un insaciable hambre de trabajo excedente. Es el trabajo-vida expuesta el particular-universal, lo verdaderamente excluido-incluido en el orden capitalista, y que aparece, sin embargo, como pura excepción, frente a una realidad que se proyecta de manera inversa, en tanto trabajo-vida.
3.- La libertad del trabajador como ficción de una vida que no le pertenece
Una de las condiciones que reclama el proceso de venta de la fuerza de trabajo es que ésta sea ofrecida en el mercado "por su propio poseedor", lo que implica que "sea libre propietario de su capacidad de trabajo, de su persona". Es así como el trabajador se pone enfrente de otro propietario, el del dinero-capital. Tenemos entonces un intercambio entre "personas jurídicamente iguales". A ello se agrega que la venta de su fuerza vital se realice por tiempos delimitados, ya que "si la vende en bloque y para siempre, lo que hace es venderse a sí mismo, convertirse de libre en esclavo, de poseedor de una mercancía en mercancía"[13].
En definitiva, para que el dinero se convierta en capital, "el poseedor del dinero tiene (…) que encontrarse en el mercado (…) con el obrero libre" entendido en una doble acepción: que pueda disponer libremente de su fuerza de trabajo como de su propia mercancía", y que no disponga de otras mercancías donde "su trabajo se materialice.
Pero "la órbita de la circulación", que es en donde se realiza la compra-venta de la fuerza de trabajo, opera como fetiche del proceso de reproducción en su conjunto. Por ello es que puede presentarse como "el verdadero paraíso de los derechos de los hombres". En su interior "sólo reinan la libertad, la igualdad, la propiedad (…)[14]". En la realidad la figura del trabajador "libre" debe ser delimitada, para romper con las ilusiones que ella genera.
En tanto "libre" por ser dueño de su mercancía, esa ilusión se sostiene por la posibilidad del "cambio constante de patrón y la fictio juris del contrato de trabajo, (los que) mantienen en pie la apariencia de su libre personalidad"[15]. Pero, "en realidad, el obrero pertenece al capital antes de venderse al capitalista. Su vasallaje económico se realiza al mismo tiempo que se disfraza mediante la renovación periódica de su venta gracias al cambio de sus patrones individuales (…)"[16].
Ello se explica porque su otra condición de libertad, la no posesión de medios de producción y de medios de subsistencia, su despojo total, lo convierten en un no-libre[17], y esta condición hace que "se vea obligado" a vender "su propia fuerza de trabajo"[18]. Es la "esclavitud encubierta"[19] lo verdaderamente incluido en la existencia del obrero libre. La recuperación de la posesión de su mercancía fuerza de trabajo, una vez finalizada la jornada de trabajo, no hace más que ocultar e invertir la situación de una vida que no le pertenece, "puesto que (en ese tiempo sólo) reproduce la fuerza productora de riqueza para otros"[20]. Por ello, más allá de la fictio juris, "desde el punto de vista social, la clase obrera, aún fuera del proceso directo de trabajo es atributo del capital, ni más ni menos que los instrumentos inanimados"[21].
La "esclavitud" del trabajador moderno no significa desconocer sus especificidades. El esclavo de la organización esclavista pertenece jurídicamente al esclavista y, por tanto, es tan suyo como un arado o como un animal de carga. El moderno esclavo jurídicamente no pertenece al capitalista. Es un hombre libre. Pero su separación de los medios de vida y de producción en un régimen que perpetúa dicha separación, lo obliga -bajo una forma de violencia en donde se juega su sobrevivencia- a tener que someterse diariamente al mando despótico del capital. "El esclavo romano se hallaba sujeto por cadenas a la voluntad de su señor", en tanto "el obrero asalariado se halla sometido a la férula de su propietario por medio de hilos invisibles"[22].
Frente a derechos iguales en la libertad del capital de comprar fuerza de trabajo y la libertad del trabajador de venderla (todos hombres "libres" en términos jurídicos), termina imponiéndose la fuerza. Es en ese cuadro que el capital crea los cuerpos dóciles que su reproducción requiere. Esto reclama un largo proceso de violencia manifiesta del capital sobre los trabajadores y sus cuerpos, en aras de "vencer todas (sus) resistencias" y disciplinarse a la nueva condición de trabajadores "libres"[23]. Alcanzada esa meta, "se va formando una clase obrera que, a fuerza de educación, de tradición, de costumbre, se somete a las exigencias de este régimen de producción como a las más lógicas leyes naturales", proceso que "sella el poder de mando del capitalista sobre el obrero"[24].
La apropiación de la vida constituye un aspecto que pone de manifiesto la dimensión política del capital. Sin embargo, esa dimensión encuentra fundamentos en un aspecto mucho más primario, referido a lo que se vincula. Lo particular del capital es que a ese aspecto primario vinculante, añade su capacidad de apropiarse de la vida en un cuadro donde los trabajadores son jurídicamente libres. Adentrémonos en estos asuntos y en los desdoblamientos y manifestaciones que presenta en el capitalismo.
II. La unidad económico-política del capital
El capital es una unidad que se manifiesta bajo formas desarticuladas y ocultas. Es una condición de su existencia la fetichización de su naturaleza; que las "forma(s) exterior(es) de manifestarse, (…) ocult(en) y ha(gan) invisible la realidad invirtiéndola"[25], a fin de que la explotación, la dominación y el mando despótico sobre la vida desaparezcan del horizonte en la simple vivencia y percepción. Por ello, es tarea central de la crítica, rearticular la unidad de lo disperso para desentrañar lo que permanece velado.
Toda relación de explotación es primariamente una relación política[26]. Sin mando y dominio la explotación como fenómeno social no sería posible[27]. Esto es lo que se destaca cuando se afirma que el capital es fundamentalmente una relación social: es mando y dominio (que incluye la vida de los trabajadores) y es cristalización de un vínculo de explotación. Es la condición de relación social entonces lo que hace a la esencia política del capital, lo que solda y condensa lo político y lo económico como una unidad que integra la apropiación de la vida.
Una de sus especificidades como relación social[28] es que esa unidad, en su despliegue, el capital la fractura, construyendo lo económico y lo político como mundos ajenos, separados y autónomos. Este paso permite "la necesaria presencia como no-económico de lo político para que lo económico se pueda presentar como lo no-político"[29]. Este es un primer recurso de la fetichización, que permite dislocar dominio y explotación.
A ello se agrega un segundo recurso en donde, una vez establecido lo económico y lo político como esferas independientes, trastoca, a su vez, la naturaleza de cada esfera, propiciando una nueva despolitización, tanto de la economía como de la política, por la vía de desarticular y encubrir el aspecto social de las relaciones que las caracterizan. El mercado y el contrato social se conforman así en las formas fundamentales que reclama el capital para terminar de velar la relación social, sustentando en ambos al individuo como el soberano. En el primero, la economía se proyecta como el resultado de decisiones individuales, y las desigualdades sociales como el resultado de diferencias en materia de esfuerzo, talento, preparación y aprovechamiento de oportunidades. El segundo se concibe como el resultado del acuerdo de individuos, de la cesión de soberanías, de los consensos establecidos (entre iguales), en la búsqueda del bien común, lo cual cristaliza en el Estado de todos[30].
Hablar de la relación social como el fundamento político del capital implica poner a la luz el aspecto en donde el capital es de manera simultánea relación de dominio y de explotación. No es por tanto cualquier relación social, sino aquella en donde se definen agrupamientos humanos, clases sociales, en relaciones en donde su existencia social se encuentra imbricada. El capital no es más que una forma de existencia abstracta del capitalista universal, que reclama plusvalía, y que sólo puede alcanzar ésta dominando, apropiándose de la vida y explotando a otro agrupamiento, encarnado en el trabajo y en el obrero universal.
Destacar la unidad política y económica del capital no significa desconocer la necesidad, con fines analíticos, de asumir la originalidad de la esfera económica y la originalidad de la esfera política. Es lo que hace Marx, por ejemplo, cuando en sus obras maduras se dedica a desbrozar la naturaleza y la esencia de la economía que despliega el capital. Pero este análisis se realiza sin romper los vínculos con la esencia política del capital. Por el contrario, se trata de poner de manifiesto esa esencia política desde el campo económico.¿Qué otra cosa es la plusvalía, sino una categoría vinculante, bajo forma dineraria, que destaca la relación social de explotación y el poder despótico de unos agrupamientos humanos sobre otros?
No se trata entonces de desconocer la significación del análisis económico, ni demeritar la importancia del análisis propiamente político. La clave es que cualesquiera de estos análisis se realicen con categorías que no oculten ni establezcan rupturas entre la unidad política y económica del capital, es decir, no desarticulen la relación social que hace a su esencia. Con categorías vinculantes, sea en lo económico, sea en lo político, nos podremos mover de una a otra esfera[31], y podremos reconstituir lo que la fetichización del capital disloca y fractura.
Lo anterior permite una primera aproximación al horizonte de visibilidad, así como a los límites que plantean la reflexión de Foucault y Agamben en torno al biopoder. No es un problema menor que ambos dejen de lado el nudo más significativo de la moderna sociedad capitalista, la relación capital-trabajo, como base de una teoría del biopoder. Como hemos intentado demostrar, es allí en donde reposa el punto nodal para la comprensión del ejercicio del poder sobre la vida en este ordenamiento societal. Sumado a esta falencia, ambos autores asumen una perspectiva que despolitiza el análisis, a pesar de su aparente radicalidad, ya que diluyen los referentes sociales vinculados en las nociones de poder y de biopoder. ¿Poder y mando de quiénes? ¿sobre la vida y la existencia de quiénes? ¿Poder para alcanzar qué? En uno y otro estos interrogantes quedan sumidos en los límites de la política despolitizada a la que hemos hecho alusión, por lo que terminan atrapados en el vaciamiento de las relaciones sociales que realiza la fetichización del capital. Foucault habla del poder como relación, pero al diluir las clases sociales y sus intereses en la infinidad de puntos en donde el poder se ejerce, las relaciones entre aquellas pierden el sentido social propio del capital y no tienen mayor significación que las relaciones de poder entre paciente-psiquiatra, penitente-confesor o profesor-alumno, en la microfísica de un poder atomizado, descentrado y desjerarquizado[32]. En Agamben, hablar del poder soberano sin definir su sentido y encarnaciones sociales, es quedarse a nivel de una entelequia que flota en el devenir de los tiempos.
III. Diversas modalidades de ejercicio del biocapital
Hemos visto que el poder del capital sobre la vida reposa en el hecho de que la fuerza de trabajo que "compra" y se apropia forma parte indisoluble de la corporeidad viva del trabajador y se encuentra inscrita en su propia existencia como simple ser viviente. Y que la apropiación de la existencia misma, encubierta como libertad del obrero, es sometimiento al poder despótico del capital que busca, por su propia naturaleza, apropiarse de toda la vida del trabajador, a fin de incrementarse de manera incesante. En definitiva, "el capitalista lo que más anhela es que el obrero disipe, lo más posible y sin interrupción, sus dosis de fuerza vital"[33]. Aquí reposa la esencia de la apropiación y exposición de la vida en el capitalismo. Veamos algunas de las modalidades como el capital lleva adelante este proceso.
1.- Vida infrahumana
Si en su tarea de desarrollar una teoría de la explotación en el capitalismo para Marx era fundamental asumir como supuesto que "las mercancías (…) se compran y venden siempre por todo su valor", incluyendo" a la "fuerza de trabajo"[34], esto es, "tomar como punto de partida el cambio de equivalentes"[35], ello no significa que desconociera el peso histórico de la tendencia del capital a "hacer descender el salario del obrero por debajo del valor de la fuerza de trabajo"[36], o que desconociera que a la hora de "disfrutar" el valor de uso de la fuerza de trabajo, el capital termine desfalcando y agotando de manera prematura a los trabajadores. En definitiva, haciendo del trabajo condición de muerte.
Es necesario ver ahora desde un nivel de abstracción menos general -que tiene como trasfondo la violación del valor de la fuerza de trabajo[37]- qué ocurre cuando la voracidad de tiempo de trabajo excedente del capital rompe las fronteras civilizatorias con que se reviste, para regresar de manera recurrente (sólo frenado por cálculos de realización y de las luchas sociales) a sus olvidados orígenes históricos, allí cuando el capital irrumpió en la vida humana "chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza". Aquello que parecía una vieja historia de violencia y despotismo ya superada, es en realidad una historia siempre presente, excluida y encubierta en muchos momentos y espacios, pero que constituye lo verdaderamente incluido en su accionar.
El valor diario de la fuerza de trabajo tiene como referente una determinada noción de años de vida útil del trabajador y de años de vida sin más. Es este valor total el que define entonces el valor diario[38]: Qué bienes, en términos de alimentos, vestuario, vivienda, salud, educación, descanso y otros deben considerarse a efectos de que un trabajador pueda vender su fuerza de trabajo y vivir a su vez en condiciones normales una determinada cantidad de años, y producir también los brazos que lo reemplazarán. Por ello, el valor de aquella mercancía incluye también el valor de reproducción de una familia. El elemento histórico moral le da a la mercancía fuerza de trabajo una impronta particular, en tanto no se trata de reproducir animales sin más, sino seres humanos, acostumbrados a formas particulares de alimentación, y que van formando parte de una sociedad en donde aparecen nuevos bienes, que al abaratarse, pasan a formar parte de los bienes salarios.
En el acto mismo de la compra-venta de la fuerza de trabajo, que hemos visto que implica la apropiación de la corporeidad viva del trabajador, se gesta un mecanismo en donde junto a la apropiación de trabajo excedente se imbrica una otra violencia con implicaciones sobre las condiciones de existencia de los trabajadores, porque cuando tenemos una reducción forzada del salario por debajo del valor de los bienes indispensables para reponer la vida del trabajador, el capital logra que "el fondo necesario de consumo del obrero" se transfiera a su órbita y se convierta en parte de su "fondo de acumulación"[39].
El capital cuenta con múltiples recursos para imponer salarios por debajo del valor, en donde la creación de una superpoblación relativa es uno de ellos. Apoyado en las leyes del mercado y de la libre concurrencia, sobre las cuales opera su capacidad de generar población excedente, el capital adquiere la fuerza de trabajo en condiciones que ponen de manifiesto a su poseedor y a su familia que no podrán reproducir de manera normal su propia existencia como seres humanos. En este cuadro sólo les espera una vida infrahumana. Y todo ello ocurre recién en la circulación, en el contrato inicial, cuando el trabajador como libre poseedor no pasa aún al taller, como propiedad "jurídica" del capitalista.
Este gesto "antagonista y homicida" del capital, esta desnudez de su poder despótico, constituye el modo en que se relacionan millones de trabajadores en nuestros días con el proyecto civilizatorio del capital. Más allá de lo que diga el derecho a la vida y los derechos del hombre en el campo jurídico, lo cierto es que estos quedan como letra muerta en el capitalismo realmente existente, allí en donde la excepción termina convirtiéndose en norma.
2.- Vida desfalcada
¿Qué es una jornada de trabajo? En esta pregunta se encierra mucho más que un asunto de dimensiones jurídicas y de tiempo. Expresa una frontera en donde lo que se pone en juego es la mayor o menor rapidez como el capital consumirá la vida del trabajador[40], es decir, establecerá un ejercicio particular del biopoder o del biocapital. "En vez de ser la conservación normal de la fuerza de trabajo la que trace el límite a la jornada, ocurre lo contrario: es el máximo estrujamiento diario posible de aquella el que determina, por muy violento y penoso que resulte, el tiempo de descanso del obrero".
No es la protección de la vida el punto de referencia. Es el incremento del capital el que pulsiona, exponiendo la existencia del trabajador. Por ello el capital "no tiene inconveniente en abreviar la vida de la fuerza de trabajo, al modo que el agricultor codicioso hace dar a la tierra un rendimiento intensivo desfalcando su fertilidad".
A pesar de que se aumente el salario por las horas extraordinarias de trabajo, hay un punto en donde dicho incremento no permite la recuperación del trabajador. La simple prolongación de la jornada por largos tiempos de vida del obrero, aún con mejores salarios, "no conduce solamente al empobrecimiento de la fuerza humana de trabajo. (…). Produce, además, la extenuación y la muerte prematura de la misma fuerza de trabajo", y tiende a "acortar la duración de (la) vida" del trabajador[41].
El establecimiento de topes a este afán desenfrenado de extender el tiempo de trabajo es resultado de "una larga y difícil guerra civil, más o menos encubierta, entre la clase capitalista y la clase obrera"[42]. Como en toda guerra, la fuerza define las victorias y las derrotas. Sin embargo, no debe perderse de vista que las victorias de la clase obrera universal en la materia se desarrollan en el terreno de reducir el tiempo de trabajo excedente, lo que no es poco, pero aún insuficiente para que el trabajo retome su condición de vida.
Con la intensificación del trabajo el capital busca reducir las horas muertas y la porosidad presente en el tiempo de trabajo, a fin de elevar el trabajo excedente, todo lo cual termina expresándose en una mayor cantidad de valores de uso al final de la jornada. Esta forma de elevar la producción, que se sustenta en un mayor desgaste de la fuerza de trabajo, es distinto a un incremento apoyado en la elevación de la capacidad productiva, vía nuevas máquinas o nuevas formas de organización del trabajo. Intensidad y productividad son fenómenos ligados, pero diferenciados. La última es la base de un nuevo orden societal, en donde se multiplican la masa de bienes disponibles sobre la base de mantener e incluso reducir el esfuerzo y el desgaste físico y espiritual individual, lo que permite ampliar el tiempo libre.
Pero el capital revierte esto en lo contrario y a mayor productividad, vía adelantos tecnológicos, abre las puertas para imponer "un desgaste mayor de trabajo durante el mismo tiempo" y propicia "una tensión redoblada de la fuerza de trabajo, tupiendo más densamente los poros del tiempo de trabajo (…)"[43]. Si la prolongación de la jornada consume la vida del trabajador considerando el tiempo en su magnitud extensa, con la intensificación aquello se alcanza por la medida del tiempo en tanto su "grado de condensación"[44].
Con la prolongación de la jornada, así como con la intensificación del trabajo, el capital logra apropiarse en la actualidad de años futuros de trabajo y de consumir ahora años futuros de vida del trabajador. A pesar de que exista un pago mayor por las horas extras o por la mayor producción, el valor total de la fuerza de trabajo se ve violada. Su vida es así desfalcada y puesta en entredicho.
3.- Tormentos de trabajo y tormentos de miseria
Al capital no le es suficiente la fuerza vital de un número de cuerpos vivos determinada por la lógica de su simple reproducción "natural". La valorización reclama brazos a su disposición para potenciales expansiones, para reemplazar a los prematuramente agotados y para que los obreros activos rindan más trabajo excedente. Todo ello es posible tras la conformación de una población relativa excedente, propiciada por la elevación de la composición orgánica del capital. La supeditación formal de los trabajadores al capital termina de cerrar su círculo, convirtiéndose en supeditación real.
En locución biopolítica, el proceso anterior termina de "poner remate al despotismo del capital"[45], ya que tanto los trabajadores activos como los semiactivos e inactivos quedan supeditados a su mando y sus vidas quedan instaladas en "la necesidad del sacrificio como conditio sine qua non de la socialidad"[46].Todos los trabajadores, se constituyen en atributos del capital, diferenciándose simplemente en la forma en cómo éste los consumirá y agotará. A unos, por los tormentos del trabajo, a otros, por los tormentos de la miseria[47]. A todos, por convertir sus vidas en vida desnuda, aquella a la que el capital puede dar muerte de manera impune.
Si en el trabajador activo (semiactivo o inactivo por temporadas) el capital termina atrapando la corporeidad viva en tanto se posesiona efectivamente de la fuerza de trabajo allí contenida, en el pauperismo[48], la violencia y el despotismo sobre la vida se realiza como una doble exclusión: ni el cuerpo vivo ni la fuerza vital de trabajo parecieran encontrarse bajo el reino del biocapital y su poder despótico. Es más, llegado a un cierto punto, el pauperismo se constituye en un lastre para aquel, lo que acentúa su apariencia de ajeneidad con la valorización, a pesar de sus inseparables vínculos e inclusión[49]. La contradicción entre valor y valor de uso, alcanza aquí forma en la corporeidad de la clase obrera como un todo: la valorización del capital sólo es posible a condición de la negación, como valor de uso, de la fuerza de trabajo de uno de sus segmentos.
La lógica que rige la relación capital-trabajo-vida pone de manifiesto que no son ni el derecho a la vida, ni el trabajo como condición de vida los elementos que subyacen en aquella lógica y en su despliegue en el capitalismo. Por el contrario, es la tendencia a agotar la vida de los trabajadores lo verdaderamente incluido en esta organización societal. Con este horizonte regresemos a las propuestas de Foucault y Agamben en torno las particularidades del biopoder.
IV. Los límites del "hacer vivir" y el moderno homo sacer
1.- "Hacer vivir, dejar morir"
En la modernidad "ya no se trata de hacer jugar la muerte en el campo de la soberanía, sino (más bien) de distribuir lo viviente en un dominio de valor y de utilidad"[50], señala Foucault. Esto no implica olvidar que "la vieja potencia de la muerte, en la cual se simboliza el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida"[51].
Foucault no desconoce que el poder soberano de dar muerte sigue en pie en la modernidad capitalista. Pero es la vida ahora la que el poder busca gestionar. Por ello insiste en que "el dominio que pueda ejercer sobre (los seres vivos) deberá colocarse (ahora) en el nivel de la vida misma (…)". Más aún, "haber tomado a su cargo a la vida, más que la amenaza de asesinato, dio al poder su acceso al cuerpo"[52].
En definitiva, el poder soberano moderno reposa en producir y gestionar la vida. El giro no es menor: "una de las transformaciones (…) masivas del derecho político del siglo XIX consistió (…) en completar ese viejo derecho de soberanía -hacer morir o dejar vivir- con un nuevo derecho, que no borraría el primero pero lo penetraría, lo atravesaría, lo modificaría y sería un derecho, o mejor, un poder exactamente inverso: poder de hacer vivir y dejar morir"[53].
El apotegma "hacer vivir, dejar morir" del actual poder soberano, como contraposición al derecho soberano anterior de "hacer morir, dejar vivir", presenta diversos problemas que tienden a obscurecer más que aclarar la relación capital-vida en la moderna sociedad capitalista. ¿Cuál es el significado de este "hacer vivir"?: ¿a qué vida se hace referencia? ¿a una vida en condiciones humanas, digna de ser vivida, o a una en condiciones inhumanas? ¿a una vida de hombres libres o a una sometida "por hilos invisibles" a nuevas condiciones de esclavitud?
Pero el problema más serio es que aquella sentencia deja a obscuras el aspecto clave: si el capital establece gestos de poder referidos a cuidar la vida, a reproducirla, estos gestos se establecen en un campo contradictorio con la dinámica que deviene de su propia naturaleza, que propicia no sólo apoderarse de la vida, sino dejarla expuesta a la condición de una vida reclamada para ser arrebatada. Es por ello que "el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente"[54].
Es Foucault el que señala lo anterior. Y esta formulación, de enorme significación a la luz del análisis que realiza Marx, según hemos visto, termina por no encontrar un espacio de resolución en el discurso del pensador francés, desarmado para enfrentar el antagonismo, en el capitalismo, entre el "hacer vivir" y el que la vida, sin embargo, esté en entredicho[55].
2.- La vida expuesta
Es en la reflexión propuesta por Agamben en donde la condición de vida expuesta, de vida en entredicho, alcanza mejores condiciones de explicación, aunque pronto emergen, a su vez, los límites impuestos por su construcción teórica. El homo sacer, una figura del derecho romano arcaico, constituye para Agamben el ejemplo que resume la situación paradojal del poder soberano occidental y su relación con la vida: un hombre sagrado, que no puede ser objeto de sacrificio, por estar fuera del derecho divino, al cual, sin embargo, cualquiera puede dar muerte impunemente, sin ser considerado homicida, porque también se encuentra excluido del derecho de los hombres. Una doble exclusión que lo deja incluido en el derecho de una vida expuesta a la que cualquiera le puede poner fin.
El andamiaje de la reflexión de Agamben se funda en "la afirmación según la cual `la regla vive sólo de la excepción` (por lo que) debe ser tomada (…) literalmente"[56]. Más aún, "la estructura de la excepción (…) parece ser (…) consustancial con la política occidental"[57]. De allí que ésta constituya el nudo lógico desde el cual construye su reflexión: el particular que da sentido al universal.
Si el Estado de excepción nos permite comprender uno de los ejes del poder soberano del Estado moderno, en tanto exclusión-inclusión[58], también allí se hace presente un segundo eje, referido a la relación que guarda dicho poder con la vida: el derecho siempre ha contado como fundamento su vínculo con la vida desnuda, pero también como inclusión-excluida, en tanto en el estado de excepción los derechos fundamentales (siendo el principal el derecho a la vida) quedan suspendidos. De esta forma, son "las implicaciones de la nuda vida en la esfera política (lo que) constituyen el núcleo originario -aunque oculto del poder soberano"[59].
Agamben analiza los conflictos presente en la unión-distinción derechos del hombre y derechos ciudadanos, lo que lo lleva a señalar que se ha producido una "irremediable disociación entre nacimiento y nación", como resultado de la creciente introducción en el derecho de Occidente de la distinción entre una vida auténtica (la de los ciudadanos, cualificados por pertenencia a un Estado-nación)) y una nuda vida derivada del nacimiento, que termina despojada de todo valor político. En esta línea Agamben sostiene que "el refugiado (se constituye en) un concepto límite (ya) que pone en crisis radical las categorías fundamentales del Estado-nación, desde el nexo nacimiento-nación, al nexo hombre-ciudadano"[60]. Por ello, "la creciente desconexión entre el nacimiento, la nuda vida, y el Estado-nación es el hecho nuevo de la política de nuestro tiempo y lo que llamamos campo de concentración es precisamente tal separación"[61].
Pero las nociones de ciudadano y su negación, el no-ciudadano, no constituyen el mejor soporte para establecer las fronteras entre "vida auténtica" y nuda vida, "despojada de todo valor político" en el orden social capitalista. Ellas nos dejan atrapados en la política no-política desplegada por el capital, en donde la ciudadanía oculta que la existencia del trabajador en su sentido relacional primario, sea o no ciudadano, es la que se encuentra expuesta en el mundo del capital. Es sobre este peldaño que se establecen variadas formas de vidas desnudas sometidas a su poder despótico.
Atrapado en la noción despolitizada de ciudadanía, de manera conclusiva Agamben afirma que es "el campo de concentración (…) el paradigma biopolítico de Occidente"[62], entendido como "la materialización del estado de excepción y (…) la consiguiente creación de un espacio en el que la nuda vida y la norma entran en un umbral de indistinción", abarcando los campos de detención de migrantes, hasta las "zones d`attente de los aeropuertos internacionales (…), en los que son retenidos los extranjeros que solicitan el reconocimiento del estatuto de refugiado"[63].
3.- El trabajador como moderno homo sacer
Estas conclusiones de Agamben ponen de manifiesto los límites señalados en la reflexión sobre el biopoder y terminan por reducir la expresión societal de la vida expuesta en el capitalismo. Es el trabajador[64] la expresión del moderno homo sacer en la sociedad regida por la lógica del capital. Su vida desnuda queda en entredicho desde el momento mismo en que se ve obligado a poner a disposición del capital no sólo su fuerza de trabajo sino su cuerpo viviente. Es su corporeidad viva la que termina expuesta diariamente, agotada y desfalcada por los diversos mecanismos que el capital emplea en el proceso de trabajo, azuzado por el hambre de valorización y de trabajo excedente. Este es un añadido a su propio drama, "un drama ajeno que lo sacrifica día a día y lo encamina (…) a la destrucción"[65]. La inclusión de ese cuerpo viviente está excluido del acuerdo que establece el intercambio. Es un plus de vida ajena que el capital se apropia, convirtiéndola en el verdadero soporte del orden económico-político que despliega. El capital conforma así un espacio de poder soberano de excepción, una economía-política en donde la vida expuesta de los trabajadores se constituye en norma[66]. En esta condición de exclusión-incluida, "ninguna vida es más política que la suya"[67].
Breve conclusión
Develando al capital, su unidad económica y política, y las relaciones sociales que lo constituyen, se estará en mejores condiciones para comprender porqué el orden económico y político que organiza se deposita en la vida desnuda, aquella que puede ser arrebatada de manera impune. La vida expuesta de los trabajadores es así la clave para comprender cualquier otra forma como en el capitalismo la vida es puesta en entredicho. No es entonces el campo de concentración el paradigma biopolítico en Occidente, como señala Agamben. Por el contrario, ese paradigma establece su nómos no sólo en los espacios tradicionales que reclama el capital para valorizarse, sea en la esfera de la producción como en las de la circulación. Todo trabajador (activo, semiactivo, inactivo temporal o permanente) se encuentra atrapada en las redes de dicha valorización, la que conjuga vida-muerte en formas variadas y diversas.
Bibliografía
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* Jaime Osorio es investigador y docente en el Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad Autónoma de México-Xochimilco josorio@correo.xoc.uam.mx Artículo escrito para Herramienta.
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[1] .- Michel Foucault, Historia de la sexualidad. I.- La voluntad de poder, Siglo XXI editores, México, trad: Ulises Guiñazú, 1987, págs. 168-171.
[2] .- "El poner al individuo como trabajador, en esta desnudez, es en sí mismo un producto histórico". Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política. (borrador) 1857-1858. Siglo XXI Editores, México, trad: José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scarón, Tomo I, 1971, pág. 434.
[3] .- Karl Marx, El Capital. Fondo de Cultura Económica, México, trad: Wenceslao Roces, 1946, séptima reimpresión 1973, tomo I, cap. XXIV, págs. 607-649.
[4] .- "Entendemos por capacidad o fuerza de trabajo el conjunto de las condiciones físicas y espirituales que se dan en la corporeidad, en la personalidad viviente de un hombre y que éste pone en acción al producir valores de uso de cualquier clase". Karl Marx, El Capital, Op.cit., pág. 121.
[5] .- "La fuerza de trabajo sólo existe como actitud del ser viviente. Su producción presupone, por tanto, la existencia de éste. Y, partiendo del supuesto de la existencia del individuo, la producción de la fuerza de trabajo consiste en la reproducción o conservación de aquel", por lo que "el valor de la fuerza de trabajo es el valor de los medios de vida necesarios para asegurar la subsistencia de los productores". .- Karl Marx, El Capital, Op. cit., pág. 124, (subrayados JO)
[6] .- "(…) el obrero, tras un trabajo siempre repetido, sólo tiene, para el intercambio, su trabajo vivo y directo. La propia repetición, in fact, es sólo aparente. Lo que intercambia con el capital es toda su capacidad de trabajo que gasta, digamos, en 20 años". Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858. Siglo XXI, Argentina, trad: José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scarone, Tomo I, pág. 233.
[7] .- Aquí tomamos como supuesto todavía la condición de un trabajador y no del conjunto de trabajadores. Pero entendemos que "hablar de obrero y no de clase obrera, implica dejar de lado por ahora el problema de los sustitutos del obrero debido al "desgaste". Por ello al señalar "obrero" se le supone "como sujeto perenne presupuesto, al capital, y no todavía como individuo perecedero de la especie obrero". Karl Marx, Elementos fundamentales….Op. cit., pág. 264 (último subrayado JO).
[8] .- "La nuda vida tiene, en la política occidental, el singular privilegio de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres". Giorgio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Pre-Textos, España, trad. y notas: Antonio Gimeno Cuspinera, 1998, pág. 17.
[9] .- Karl Marx, El Capital, Op. cit., pág. 129 (último subrayado JO).
[10].- Esto difiere de "aquellas sociedades económicas en que no predomina el valor de cambio, sino el valor de uso del producto, (en donde) el trabajo excedente se halla circunscrito a un sector más o menos amplio de necesidades, sin que del carácter mismo de la producción, brote un hambre insaciable de trabajo excedente". Karl Marx, El Capital, Op.cit., pág. 181, (subrayado JO).
[11] .- "Pero si, por su contenido, la dirección capitalista" constituye "un proceso social (…) para la creación de un producto (…) y (…) un proceso de valorización del capital, por su forma, la dirección capitalista es un dirección despótica". Esto es "el alto mando (…) se convierte en atributo del capital…" Idem, págs. 267-268 (último subrayado JO).
[12] .- Idem, pág. 207.
[13] .- Idem, pág. 121
[14] .- Idem, págs. 121-128
[15] .- Idem, pág. 482 ( subrayado JO)
[16] .- Idem, pág. 486
[17] .- Esta "desposesión" es, sin embargo, su condición de libertad para organizar un nuevo orden, que vaya más allá de la propiedad privada sobre los medios de producción.
[18] .- "La reproducción de la fuerza de trabajo, obligada, quiéralo o no, a someterse incesantemente al capital como medio de explotación, que no puede desprenderse de él y cuyo esclavizamiento al capital no desaparece más que en apariencia porque cambien los capitalistas individuales a quien se vende, constituye en realidad uno de los factores de la reproducción del capital". Karl Marx, Op. cit., pág. 518 Karl Marx, El capital, Op. Cit. pág. 122. HAY DOS REFERENCIAS
[19] .- Idem, pág. 646
[20] .- Idem, pág. 482
[21] .- Idem, pág. 482
[22] .- Karl Marx, Op. cit., pág. 482. En su estudio sobre la esclavitud a fines del siglo XX, Kevin Bales destaca como un elemento central "la falta de propiedad legal" del esclavo, lo que constituye "un privilegio para los propietarios", dado su fácil reemplazo, ante una masiva oferta de brazos (y cuerpos). En esta relación, ya no se trata sólo de "robar el trabajo de alguien, sino su vida entera". En: La nueva esclavitud en la economía global, Siglo XXI, España, 2000, págs. 6-8. La esclavitud constituye una modalidad de explotación que se adecúa a la explotación propiamente capitalista. De allí su acelerado crecimiento en las últimas décadas, como pone de manifiesto el estudio de Bales.
[23] .- "A los trabajadores "libres" ("de toda posesión" y "de toda forma de existencia objetiva") se le(s) presentaba como única fuente de recursos la venta de su capacidad de trabajo o la mendicidad, el vagabundeo y el robo. Está históricamente comprobado que esa masa (de fuerza de trabajo) intentó al principio esto último, pero que fue empujada fuera, de esa vía, por medio de la horca, la picota, el látigo, hacia el estrecho camino que lleva al mercado de trabajo (…)". Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Op. Cit., pág. 470.
[24] .- Karl Marx, El Capital, Op. Cit., pág. 627.
[25] .- Idem, pág. 452. Marx señala lo anterior en referencia al salario y la transformación que realiza del valor y precio de la fuerza de trabajo en valor y precio del trabajo, con lo cual "borra toda huella" entre "trabajo necesario y trabajo excedente".
[26] .- Foucault lo manifiesta así: la "constitución (del cuerpo) como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla prendido un un sistema de sujeción…" Y agrega: "El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido". Vigilar y castigar. Siglo XXI Editores, México, 1976, trad: Aurelio Garzón del Camino, págs. 32-33. Cabe señalar que no compartimos la visión general de poder que Foucault despliega en este texto y en otros libros, y que criticaremos brevemente en páginas siguientes.
[27] .- La gestación de un producto excedente permite su apropiación por no productores. Ello supone un gesto político de violencia y, para persistir y reproducirse, de dominio y ejercicio de poder político.
[28] .- Más allá de que el producto excedente asume la forma de plusvalía, obtenida del trabajo excedente de trabajadores libres que venden su fuerza de trabajo, y de la apropiación de la corporeidad viva de éstos, como ya hemos visto.
[29].- Gerardo Ávalos, El despliegue político del capital, Mimeo, UAM-Xochimilco, pág.32
[30] .- "Lo político del capital, se presenta como no-político, y lo que se presenta como político está revestido de relatos míticos (la representación popular, la soberanía `popular, etcétera)", Idem, pág. 32
[31] .- Es en esto donde reside la esencia de un análisis transdisciplinario, y no en la sumatoria de esferas asumidas de manera constitutiva como autónomas y desarticuladas.
[32] .- A ello alude Perry Anderson cuando sostiene en relación a Foucault (asunto que podemos extender a Agamben) que en su discurso "el poder pierde cualquiera determinación histórica; ya no hay detentadores específicos del poder, ni metas específicas a las que sirve su ejercicio" Perry Anderson, Tras las huellas del materialismo histórico, Siglo XXI Editores, España, 1983, pág. 59 (subrayado JO). No es un problema menor la no distinción entre poder y poder político en Foucault. Para una profundización crítica de éste y otros problemas, véase los ensayos de Dominique Lecourt y Máximo Cacciari en: Horacio Tarcus (compilador), Disparen sobre Foucault, Ediciones El Cielo por Asalto, Buenos Aires, 1993. También, de Jaime Osorio, El Estado en el centro de la mundialización. La sociedad civil y el asunto del poder. Fondo de Cultura Económica, México, 2004, en especial el Cap. I, págs. 19-52.
[33] .- Karl Marx, Elementos fundamentales…Op. Cit., pág. 234.
[34] .- Karl Marx, El Capital, Op. cit., pág. 251
[35] .- Idem, pág. 120
[36] .- Idem, pág. 251
[37] .- Ruy Mauro Marini asumió este fenómeno, al que denomino "superexplotación", como el definitorio de las economías dependientes. Véase su Dialéctica de la dependencia, México, Editorial Era, 1973. Aquí enfatizaremos el antagonismo capital-vida, que es el que orienta la reflexión en este trabajo.
[38] .- La relación entre estos dos valores de la fuerza de trabajo se encuentra en Karl Marx, El capital, Op. cit., pág. 440.
[39] .- Idem, pág. 505
[40] .- Extendiendo o intensificando el trabajo "(…) el capital consume la fuerza de trabajo con tanta rapidez, que un obrero de edad media es ya, en la mayoría de los casos, un hombre más o menos caduco", Idem, pág. 543
[41] .- Idem, pág. 208
[42] .- Idem, pág. 238 (subrayado JO)
[43] .- Idem, pág. 337
[44] .- Idem, pág. 337
[45] .- Idem, pág. 542
[46] .- Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, México, Siglo XXI Editores, 1998, pág. 113.
[47].- La ley general de la acumulación capitalista da buena cuenta de este proceso: "lo que en un polo es acumulación de riqueza es, en el polo contrario, es decir, en la clase (activa, semiactiva e inactiva JO) que crea su propio producto como capital, acumulación de miseria, de tormentos de trabajo, de esclavitud, de despotismo y de ignorancia y degradación moral". Karl Marx, El Capital, Op. Cit., pág. 547.
[48] .- "Los últimos despojos de la superpoblación relativa son (…) los que se refugian en el pauperismo". Esta capa social se conforma de tres categorías: "Primera: personas capacitadas para el trabajo". (…). Segunda: "huérfanos e hijos de pobres"; Tercera: "degradados, despojos, incapaces para el trabajo", como "los obreros que sobreviven a la edad normal de su clase" y "las víctimas de la industria"; "los mutilados, los enfermos, las viudas, etc.". Idem, pág. 545.
[49] .- "El pauperismo es el asilo de inválidos del ejército obrero en activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva. Su existencia va implícita en la existencia de la superpoblación relativa, su necesidad en su necesidad, y con ella constituye una de las condiciones de vida de la producción capitalista…". Idem, págs. 545-546.
[50] .- Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Op. Cit., pág. 174
[51] .- Idem, pág. 169 (subrayado JO).
[52] .- Idem, pág. 172-173
[53] .- Michel Foucault, Defender la sociedad, Argentina, Fondo de Cultura Económica, 2000. México, 2002, trad: Horacio Pons, pág. 218 (primeros subrayados JO). Este libro recoge su curso en el Collège de France en el ciclo lectivo 1975-1976.
[54] .- Michel Foucault, Historia de la sexualidad. Op. Cit., pág. 173 (Subrayado JO)
[55] .- Por ello afirma: "cuando los individuos (en el nivel del contrato social JO) se reúnen (…) para delegar a un soberano un poder absoluto sobre ellos, (…) lo hacen para proteger su vida. Constituyen un soberano para poder vivir. ¿Y puede la vida, en esa medida incluirse, efectivamente, entre los derechos del soberano? ¿Acaso no es ella la que funda esos derechos? (…) ¿La vida no debe estar al margen del contrato, en la medida en que fue el motivo primero, inicial y fundamental de éste?". Defender la sociedad, Op. cit., págs. 217-218. El alegato anterior -que "corresponde a una discusión de filosofía política" y de "juristas" adscritos a las posturas contractualistas-, retomado por Foucault, no permite sin embargo adscribir a éste en esas corrientes. Pero lo trae a colación para darle mayor peso a su planteamiento del cambio producido en el terreno del poder soberano en torno al "hacer vivir". La argumentación camina en la dirección de negar el que la vida esté realmente en entredicho.
[56] .- Giogio Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida. Op. Cit., pág. 42.
[57] :- Idem, pág. 16
[58] .- Agamben , siguiendo a Carl Schmitt, destaca que el soberano "está al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico", ya que tiene "el poder de proclamar el Estado de excepción y de suspender (…) la validez del orden jurídico mismo". De esta forma "cae (…) fuera del orden jurídico normalmente vigente (pero) sin dejar por ello de pertenecer a él (…)". Idem, pág. 30
[59] .- Idem, págs. 15-16
[60] .- Idem, pág. 170
[61] .- Idem, pág. 223.
[62] .- Idem, pág. 230.
[63] .- Idem, pág. 222
[64] .- En tanto trabajador colectivo, al decir de Marx, y las variadas existencias que lo conforman. Sobre una lectura para el presente véase de Ricardo Antunes, ¿Adiós al trabajo? Ensayo sobre la metamorfosis y el rol central del mundo del trabajo. Buenos Aires, Ediciones Herramienta, 2003.
[65] .- Bolívar Echeverría, Valor de uso y utopía, Op. Cit., pág. 197.
[66] .- "La tradición de los oprimidos nos enseña que el "estado de excepción" en que ahora vivimos es en verdad la regla". Walter Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos. México, Contrahistorias, trad. y presentación: Bolívar Echeverría., 2005, pág. 22.
[67] .- Giorgio Agamben, Op. Cit., pág. 233
Fuente: Herramienta. Nº 33 Viernes, 17 de Noviembre de 2006
Disponible en: http://www.herramienta.com.ar/modules.php?op=modload&name=News&file=article&sid=418
Después de Auschwitz: la persistencia de la barbarie (II) - Por Ricardo Forster
El presente trabajo comenta el análisis realizado por Giorgio Agamben en sus obras Homo Sacer y Lo que queda de Auschwitz. El pensador italiano ha mostrado como el mismo procedimiento legal usado por los nacionalsocialistas para desposeer a los “judíos” y otras etnias de todos sus derechos está siendo aplicado hoy en día a nivel planetario. El propio principio de ciudadanía crea al no-ciudadano —al excluido— como una figura legal “lógicamente necesaria”. En lo que más directamente nos afecta se trata de la “Ley de extranjería”, que propicia la esclavitud y el trabajo clandestino.
Intentar recortar lo específico de Auschwitz no significa aislarlo de aquellas otras formas de la destructividad que han venido asolando la vida humana; se trata, por el contrario, de indagar por su particularidad como un modo de encontrar, si ello es posible, sus correspondencias, sus cruces, lo que a partir del exterminio nazi se vuelve un ejemplo mayúsculo de ciertos proyectos biopolíticos que siguen habitando la escena de nuestra época; pero es también recorrer hacia atrás, hacia el fondo de la cultura occidental, los mecanismos religiosos, metafísicos y políticos que convirtieron al “judío” en el excluido por excelencia, el límite desde el cual se forjaron los derroteros de nuestra civilización hasta alcanzar su cota máxima en los campos de la muerte, verdadera bisagra en nuestra travesía por el tiempo y en nuestra condición humana. En este sentido, resulta iluminante y polémico el análisis que desarrolla Giorgio Agamben alrededor del concepto de Homo sacer y que nos gustaría presentar como un complemento necesario para pensar más profundamente la figura del exterminio.
“La nuda vida tiene, en la política occidental, el singular privilegio de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres.” Agamben extrema la posición llevando a los orígenes de la Polis el advenimiento de una lógica de la exclusión sobre la que se montará el universo significativo de la política tal como la ha venido entendiendo Occidente más allá de sus giros epocales. Estamos, según el filósofo italiano, en el seno de una continuidad histórica, de ahí que sostendrá que la pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo-enemigo (tan cara a Carl Schmitt), sino la de la nuda vida-existencia política, zóê-bíos, exclusión-inclusión. Hay política porque el hombre es el ser vivo que, en el lenguaje, separa la propia nuda vida y la opone a sí mismo manteniéndose, al mismo tiempo, en relación con ella desde la lógica de una inclusión exclusiva. Agamben dirá, entonces, que se opera un doble movimiento que funda la política occidental: de un lado el advenimiento material de la nuda vida, aquel individuo eliminable, puro desecho sin significación, y, por el otro lado, la construcción, en tanto fenómeno del lenguaje, de la exclusión. Por eso afirmará que el protagonista de su libro es la nuda vida, es decir la vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable del homo sacer (1).
El hallazgo de Agamben es notable ya que a través de esta oscura figura del derecho romano arcaico logra hacer pensable el mecanismo que constituye la figura del poder soberano como fuente de exterminio sin contradecir, y éste es el escándalo que subyace a la política de Occidente, al propio derecho. Agamben ha captado ese momento obturado por el logos en el que el humano es despojado de su humanidad, nulificada su existencia y, por tanto, utilizable y eliminable según las necesidades políticas del soberano (el Estado en el sentido moderno del término). Al introducir el bíos en la Polis, el Estado moderno crea las condiciones, aparentemente contradictorias, tanto para el cuidado de la vida (políticas sanitarias) como para su simple eliminación. En la sociedad contemporánea, a diferencia de la antigua, la cuantificación de la muerte devendrá en su negación, es decir, en su desacralización (incluimos aquí a las diversas muertes violentas —a través de guerras, desplazamientos poblacionales, hambrunas nacidas de políticas encubiertas por parte del poder, exterminios concentracionarios— y también, aunque bajo otro registro ético, las muertes médico-hospitalarias). Presencia masiva, continua, pero invisibilizada, la muerte domina el horizonte de existencia de las sociedades contemporáneas en una medida jamás antes conocida. Su dominio es correlativo a su desimbolización, a su reducción numérica. La estadística ha reemplazado la antigua presencia sagrada de la muerte.
“Cuando sus fronteras se desvanecen y se hacen indeterminadas, la nuda vida que allí habitaba queda liberada en la ciudad y pasa a ser a la vez el sujeto y el objeto del ordenamiento político y de sus conflictos, el lugar único tanto de la organización del poder estatal como de la emancipación de él.” (2) La política no se funda, como lo ha venido sosteniendo Occidente desde sus inicios, en el gesto de la libertad, en el control ejercido sobre el poder despótico y en la emergencia de una palabra pública emananada de los ciudadanos, sino en la presencia-ausencia de la nuda vida en la ciudad; es a partir de ella que se articula el ordenamiento político. La exclusión-inclusiva es la clave que nos permite desarticular la maquinaria del poder soberano, es la llave maestra que abre la puerta del brumoso comienzo en el que se trazaron las líneas de la vida y de la muerte. Pero Agamben es aún más radical en su reflexión: todos los súbditos son potencialmente nuda vida; la amenaza continua del poder soberano, el verdadero secreto de su dominio, es esa potencialidad a través de la cual todo hombre es pasible de ser matado por el Estado (3). “Nuestra política no conoce hoy ningún otro valor (y, en consecuencia, ningún otro disvalor) que la vida, y hasta que las contradicciones que ello implica no se resuelvan, nazismo y fascismo, que habían hecho de la decisión sobre la nuda vida el criterio político supremo, seguirán siendo desgraciadamente actuales.” (4)
Si es la vida el centro de la política, pero no la vida entendida como lo hacían los clásicos griegos, sino como zòê que es introducida violentamente en la ciudad, lo que aparece, a un mismo tiempo, es el dispositivo que la maquinaria estatal moderna pone en funcionamiento a partir de la lógica de la exclusión-inclusiva, es decir, de la disponibilidad de toda vida a ser convertida en nuda vida. Como bien lo destaca Agamben, el nazismo y el fascismo no han sido otra cosa que la radicalización de esta matriz fundacional de la política en la modernidad. El desafió de nuestra época es pensar a fondo esta paradoja. Por eso para Agamben, siguiendo en esto a la Escuela de Frankfurt, hay una íntima aunque negada relación entre democracia y totalitarismo, lo que vuelve indispensable profundizar en el sentido de esta relación, teniendo en cuenta la realidad de una época, la nuestra, en la que la democracia se levanta como el Gran Orden político, el que hegemoniza todo discurso y el que determina el sentido de la vida en su totalidad.
Pero para profundizar en la transformación que la figura del Homo Sacer ha sufrido en la modernidad, Agamben recurre a otra categoría fundamental, la de estado de excepción que la piensa apelando, sobre todo aunque en una perspectiva crítica, a Carl Schmitt y a Walter Benjamin. Sin embargo su objetivo es destacar la profunda imbricación entre construcción del poder soberano, estado de excepción y violencia exterminadora. El encabezado de esta parte del libro será la famosa frase del jurista alemán: “Soberano es el que decide sobre el estado de excepción”. A partir de esta definición surge una de las paradojas más significativas de la construcción de la soberanía en la modernidad: “El soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico”. Agamben, siguiendo a Schmitt, precisa aún más esta afirmación: “Si el soberano es, en efecto, aquél a quien el orden jurídico reconoce el poder de proclamar el estado de excepción y de suspender, de este modo, la validez del orden jurídico mismo, entonces ‘cae, pues, fuera del orden jurídico normalmente vigente sin dejar por ello de pertenecer a él, puesto que tiene competencia para decidir si la constitución puede ser suspendida in toto’.” (5) El soberano puede situarse fuera de la ley ya que tiene el atributo de suspenderla, surgiendo una nueva paradoja al estar la ley fuera de sí misma: “Yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley”. El orden nacionalsocialista partió de esta premisa, hizo del führer aquel sujeto excepcional que fundaba la ley y permanecía fuera de ella sin que eso significara ninguna contradicción en los términos. “La ley es el führer” proclamó sin embagues Carl Schmitt, destacando la excepcionalidad del nuevo ordenamiento político que se había inaugurado en Alemania a partir del ascenso de Hitler al poder. De todos modos, lo que busca mostrar Agamben no es la relación entre el nacionalsocialismo, el estado de excepción, y el papel del führer, su preocupación apunta a desencubrir la genealogía del poder soberano independientemente de su “desvío” fascista o totalitario.
Hay en la constitución de la soberanía moderna un acto fundacional que hace del soberano aquél que siendo la ley se pone fuera de ella, y ese momento es lo que denomina el estado de excepción. “No es la excepción la que se sustrae a la regla, sino que es la regla la que, suspendiéndose, da lugar a la excepción, y, sólo de este modo, se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquella.” (6) Agamben llama relación de excepción a esta forma extrema de la relación que sólo incluye algo a través de su exclusión, siendo éste el mecanismo que funda la ley en el Estado moderno. El dominio sobre el “afuera”, sobre la figura de la exclusión, constituye uno de los resortes principales, el modus operandi, del poder soberano que funda derecho sin tener que atenerse a él. Ese “ocupar el afuera” ha dado lugar a las formas más agresivas del expansionismo externo e interno de los estados modernos.
“Una de las tesis de la presente investigación es precisamente que el estado de excepción, como estructura política fundamental, ocupa cada vez más el primer plano en nuestro tiempo y tiende, en último término, a convertirse en la regla. Cuando nuestro tiempo ha tratado de dar una localización visible permanente a eso ilocalizable, el resultado ha sido el campo de concentración.” (7) El campo, como espacio absoluto de excepción, es topológicamente diverso de un simple espacio de reclusión. En este sentido, el esfuerzo de Agamben apunta a señalar que el campo de concentración no ha sido un accidente en la marcha del Estado moderno, un accidente ya superado y que se relaciona exclusivamente con el desvío totalitario que representó el nazismo; para el filósofo italiano el estado de excepción está en la base de las políticas concentracionarias, es aquello que surge cuando lo ilocalizable se hace “visible”, cuando la exclusión radical, la nuda vida, encuentra un sujeto reducible a la nada concentracionaria. La localización visible de lo ilocalizable (la exclusión) conforma, en nuestro tiempo, la política del exterminio. El derecho, y en esto Agamben sigue a Benjamin, se funda en la violencia (la policía es una de las patas esenciales para la producción de la ley y no su mera custodia) (8), con lo que la exclusión del homo sacer no quiebra la presencia de la ley en el seno de la sociedad (la Alemania nazi siguió rigiéndose por las normas jurídicas mientras desplegaba una política de exterminio que, precisamente, quedaba al margen, fuera de la ley sin por ello contradecir el orden jurídico. De lo que se trataba era de la figura de la exclusión, del homo sacer, de aquel que no recibe la ley porque no puede ser sujeto de ella, sólo objeto de la aniquilación).
Es significativo, destaca Agamben, que Foucault no haya pensado la decisiva importancia del campo de concentración como la forma que adquiere, en el siglo veinte, el espacio absoluto de excepción. La perspectiva foucaultiana del poder capilarizado, disperso socialmente y no reducido a una acción destructiva, se choca de frente con la presencia alucinante del campo de concentración, sitio en el que precisamente la terrible “concentración” de poder se funda en la lógica de la excepcionalidad. ¿Por qué Foucault no pudo pensar la dimensión concentracionaria y sí lo hizo con la cárcel o el hospicio? Agamben muestra que “mientras el derecho penitenciario no está fuera del ordenamiento normal, sino que constituye sólo un ámbito particular del derecho penal, la constelación jurídica que preside el campo de concentración es (...) la ley marcial o el estado de sitio.” (9) Se trata de la anulación de las garantías individuales y de un “más allá” de la ley que, sin embargo, funda las políticas del Estado en nuestro siglo (10).
El caso argentino durante la dictadura militar del general Videla es paradigmático del funcionamiento sin contradicción del orden jurídico y de una red clandestina de campos de concentración que, desde la oscuridad y el secreto, determinaban el verdadero funcionamiento del Estado represor. En la figura del desaparecido reencontramos, sin mediación de ningún tipo, al homo sacer, a la nuda vida en su terrible significación. “La excepción —sostiene Agamben— es lo que no puede ser incluido en el todo al que pertenece y que no puede pertenecer al conjunto en el que está ya siempre incluida” (11) El desaparecido adquiere el carácter de esa excepción, de esa negación radical que, sin embargo, permanece silencioso como fundamento de lo incluido. Agamben está señalando que, en última instancia, no hay posibilidad de distinguir aquello que está incluido, en tanto que lo normal, de lo excluido, en tanto que excepción, porque lo primero se funda sobre lo segundo sin poder reconocerlo. En el régimen totalitario el campo de concentración constituye una excepción que funda la norma, es un afuera que fija las condiciones de existencia del adentro. Su invisibilidad es su potencia. Sería erróneo suponer que esa línea que separaba al campo del resto de la sociedad señalaba la distancia infranqueable entre el primero y la segunda, más bien debe ser pensada como la irradiación invisible pero pertinaz de la horrorosa figura concentracionaria sobre la existencia de la sociedad. No saber nada era un modo de saberlo todo, y eso lo implementó desde un principio el poder, ya sea el de los nazis, el stalinista o el de la dictadura argentina. Allí está pero no lo vemos, o mejor dicho, está sin estar porque ha quedado del lado de afuera de la inclusión marcando a fuego, sin embargo, a los sujetos de la inclusión. Potencialmente el campo se extiende, jamás se contrae, y su extensión puede ser tanto material como imaginaria. Desde esta perspectiva, Auschwitz representa la más terrible manifestación de la lógica concentracionaria desplegada en el siglo veinte.
Siguiendo la lógica de su análisis, Agamben destacará que “el haber pretendido restituir al exterminio de los judíos un aura sacrificial mediante el término ‘holocausto’ es una irresponsable ceguera historiográfica. El judío bajo el nazismo es el referente negativo privilegiado de la nueva soberanía biopolítica y, como tal, un caso flagrante de homo sacer, en el sentido de una vida a la que se puede dar muerte pero que es insacrificable. El matarlos, no constituye, por eso (...) la ejecución de una pena capital ni un sacrificio, sino tan sólo la actualización de una simple posibilidad de recibir la muerte que es inherente a la condición de judío como tal. La verdad difícil de aceptar para las propias víctimas, pero que, con todo, debemos tener el valor de no cubrir con velos sacrificiales, es que los judíos no fueron exterminados en el transcurso de un delirante y gigantesco holocausto, sino, literalmente, tal como Hitler había anunciado, ‘como piojos’, es decir como nuda vida. La dimensión en que el exterminio tuvo lugar no es la religión ni el derecho, sino la biopolítica.” (12) El problema de este tipo de argumentaciones surge cuando preguntamos por qué la elección de aquellos que serían homo sacer recayó sobre los judíos, es decir, qué otros componentes, no político-estatales, contribuyeron en la elaboración del radical antisemitismo nacionalsocialista, componentes no reducibles a una biopolítica. Pensado desde otro lugar: el despliegue de una biopolítica se funda en una lógica pragmática y en necesidades de reproducción del Estado, su objetivo no puede ser acelerar su disolución o poner en peligro su seguridad. Ahora bien, a partir de 1943, y claramente desde 1944, cuando la guerra comienza a perderse y los nazis deben volcar todos los esfuerzos a defender sus posiciones, el programa de exterminio no sólo sigue adelante sino que se acelera y se distraen recursos esenciales para la maquinaria bélica; esto significa que el antisemitismo era probablemente el eje principal del nazismo, su vitalidad, el sentido de su existencia, y que si para llevar adelante el exterminio de los judíos era necesario despilfarrar recursos vitales para la defensa del país se despilfarrarían.
En este punto, la argumentación de Agamben no nos alcanza, su impecable lógica choca contra el absurdo de un proyecto, el nazi, que no deja de comportarse contra los intereses del propio Estado al que fortifica desde otros lugares. La consecusión de la política de exterminio al ir en detrimento de los intereses estatales alemanes y de la maquinaria guerrera nos está señalando la enorme dificultad que existe a la hora de operar con ciertos esquemas prefijados sobre las prácticas nazis. Pero también es posible, y creo que a eso apunta en parte la escritura agambediana, ver en la Solución final el núcleo fundamental, la estructura paradigmática, del poder soberano y de su verdadera esencia en la modernidad, allí donde lo que se sostiene de manera radical e intransigente es el dominio absoluto por parte del Estado del cuerpo de sus súbditos. Agamben, que tiene como fondo contemporáneo la tragedia de la ex-Yugoslavia y la reproducción de políticas genocidas, algunas de una abrumadora realidad como en el África y otras construidas desde la sutileza de las leyes antiinmigratorias europeas, ve en la experiencia nazi, en su Solución final del problema judío, el eje desde el cual ha seguido manifestándose el poder omnímodo del Estado moderno hasta nuestros días.
Vale, en este sentido, una cita que hace de Michel Foucault: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente capaz, además, de existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está puesta en entredicho su vida de ser viviente.” (13) El nazismo representa el estado más amplificado de esta mutación del hombre político aristotélico al ser viviente cuya vida no le pertenece. El judío sería la metáfora de lo que puede acontecerle a todos aquellos que, por diversos motivos, pasan a ser homo sacer, y Agamben ve huellas, en la sociedad actual, que llevan hacia esa dirección. “Sólo porque en nuestro tiempo la política ha pasado a ser íntegramente biopolítica, se ha podido constituir en una medida desconocida, como política totalitaria.” (14) Agamben le critica a Arendt no haber visto que es la transformación radical de la política en el espacio de la nuda vida la que ha legitimado el dominio total, y no a la inversa como lo sostenía la autora de La condición humana.
El estilete crítico de Agamben nos ha permitido escrutar desde otro lado el carácter original y específico del exterminio de los judíos llevado a cabo por el nazismo; en todo caso, al intentar precisar la especificidad de Auschwitz descubrimos de qué modo se concatenan una serie de factores que, a simple vista, parecían tener muy poco que ver entre sí. Desde ese lugar que el judío ocupará en la historia de Occidente, especialmente a partir del gesto cristiano, hasta la ominosa figura del Homo Sacer que vehiculiza el dominio, en la configuración del Estado moderno, de la biopolítica, lo que aparece con especial intensidad es que aquello que lleva el nombre maldito de Auschwitz representa, en grado sumo, la barbarie como núcleo de la racionalidad occidental. En la estela dejada por el universo concentracionario deberemos afrontar la imperiosa tarea de revisar a fondo aquellos legados que hicieron posible, más allá de sí mismos, el despliegue del mal en un tiempo histórico, el nuestro, que se había prometido la realización de la felicidad y el bienestar para los seres humanos. La sombra del horror sigue dibujando su silueta en nuestro presente recordándonos que el destino de los judíos en Auschwitz hace literalmente imposible cualquier ingenuidad y cualquier desplazamiento de nuestras responsabilidades.
En la trama de Occidente hemos podido vislumbrar, desde los lejanos comienzos del cristianismo paulino hasta la construcción del Estado soberano que hará el giro, como señala Agamben, hacia la biopolítica, de qué modo el exterminio de los judíos europeos significó el punto de inflexión, ese instante fatídico en el que cristalizó un itinerario cargado de exclusión, odio y negación del otro. Experiencia límite que contaminó, hacia atrás y hacia adelante, la travesía civilizatoria de nuestra cultura dejándole una marca indeleble que exige, aún hoy, su continua interrogación. Por eso hablar de la especificidad de Auschwitz, pronunciar ese nombre maldito, no significa leer, en el archivo del museo de la memoria, las fojas de un expediente definitivamente clausurado en la historia de la humanidad, sino que significa volver, una y otra vez, a confrontarnos con la permanencia del mal en nosotros, en nuestra sociedad, en nuestro lenguaje y, también, en el gesto de nuestras negaciones. Ya que más allá de la crisis que desde Mallarmé en adelante destituyó el contrato entre palabra y mundo, aquello que verdaderamente inauguró el tiempo del no saber y del no poder decir, fue Auschwitz.
Punto límite, silencio del verbo ante la barbarie absoluta que, con la prolijidad de un relojero maldito, desplegó las fuerzas destructivas desde el seno de esa misma lógica de la representación que había echado las bases, en el origen de la modernidad y de su sujeto, de la vía regia de la objetualización de seres humanos y naturaleza. Auschwitz hace estallar el sentido, no porque éste no se haya cumplido en los campos de la muerte, sino precisamente porque el itinerario histórico de la razón moderna no pudo impedir que desde su propio seno emergieran las fuerzas destructivas de lo humano, haciendo del lenguaje del sujeto cómplice de la maldad radical. Nosotros nos movemos en el interior de la honda expansiva de una barbarie que dejó al habla racional no sólo sin argumentos emancipatorios sino, más grave aún, la comprometió con su inaudito potencial de horror y destrucción. Después de Auschwitz significa no su lejana colocación en las aventuras trágicas de la humanidad del siglo veinte, sino su insolente pertinencia a la hora de intentar pensar los claroscuros de una contemporaneidad atravesada de lado a lado por la irradiación de la barbarie.
Notas
1.Homo sacer es una oscura figura del derecho romano arcaico, en que la vida humana se incluye en el orden jurídico únicamente bajo la forma de su exclusión (es decir de la posibilidad absoluta de que cualquiera le mate sin ser responsable jurídico ni penable por dicha acción aniquiladora). La entera reflexión agambediana está montada sobre esta sorprendente figura jurídica que le permite establecer un hilo conductor que atraviesa la historia de Occidente y define su universo político. Por supuesto que a lo largo del tiempo, y de los clivajes históricos, esa figura ha ido cobrando distintas expresiones hasta casi desaparecer su matriz originaria. El mérito de Agamben es haber recuperado, en nuestros días, la presencia ominosa pero esencial del Homo sacer, del puro sujeto de la exclusión que, paradójicamente, funda la posibilidad de la ciudad de los hombres.
2. Giorgio Agamben, Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Pre-textos, Valencia, 1998, trad. de Antonio Jimeno, p. 19.
3. Vale la pena recordar, para todos aquellos que se horrorizan ante esta afirmación y declaran su desacuerdo, que los estados-nación condujeron, a lo largo de los últimos siglos, a grandes porciones de sus poblaciones hacia guerras en las que fueron exterminados millones de seres humanos convertidos en Homo sacer, es decir, en vida matable pero insacrificable en aras de políticas estatales que actuaron en el marco de la legalidad jurídica y del estado de derecho (¿o acaso los soldados norteamericanos que fueron a morir al Vietnam no fueron movilizados respetando rigurosamente la legislación y el estado de derecho? ¿y las tropas francesas que se internaron profundamente en la Rusia zarista bajo el mando napoleónico no fueron llamadas por la patria y de acuerdo al derecho?). No hay que confundirse, el Estado no mata sólo a través de políticas genocidas (lo ha venido haciendo desde su propia instauración), lo hace también apelando a la ley. Otras tantas cosas podrían decirse de la impunidad hospitalaria hasta bien entrado el siglo XX.
4.G. Agamben, op. cit., p. 20.
5.G. Agamben, op. cit., p. 37.
6.G. Agamben, op. cit., p. 31.
7.G. Agamben, op. cit., p. 33.
8. Véase de Walter Benjamin el extraordinario ensayo “Para una crítica de la violencia” en el que desarrolla ampliamente la relación entre violencia y derecho ligada a la función policial (en Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Taurus, Madrid, 1991, trad. de Roberto Blatt).
9. G. Agamben, op. cit., p. 33.
10. No sólo en la Alemania hitleriana, sino también los campos de internamiento de poblaciones sospechosas como los japoneses en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra o los que implementaron los ingleses en Sudafrica durante la guerra de los bóers. Con estos ejemplos quiero destacar que el campo de concentración no es reducible sólo a la experiencia totalitaria nazi o stalinista, como lo sostiene principalmente H. Arendt en Los orígenes del totalitarismo, aunque en esas terroríficas experiencias alcanzó su máxima dimensión criminal y siempre es oportuno destacar las diferencias para no caer en peligrosas simplificaciones.
11. G. Agamben, op. cit., p. 39.
12. G. Agamben, op. cit., p. 147.
13. G. Agamben, op. cit., pp. 151-152.
14. G. Agamben, op. cit., p. 152.
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La singularidad de Auschwitz - Enzo Traverso
La singularidad de Auschwitz - hipótesis, problemas y derivaciones de la investigación histórica
Enzo Traverso*
Fragmentos del Libro AA.VV.: Pour une critique de la barbarie moderne. Ecrits sur l’historie des Juifs et de l’antisémitisme, Éditions Page deux, París, 1997. **
LA ERA DE LA BARBARIE
En su balance del finalizado “corto siglo XX”, Eric J. Hobsbawm cita un dato estadístico suficientemente elocuente para definir esta época -que denomina “Era de Extremos”- dentro de un horizonte de barbarie: entre la Primera Guerra Mundial y finales de los años ’80, las víctimas de guerras, genocidios y violencias políticas de diferente naturaleza han sido cerca de 187 millones. Esto corresponde a alrededor del 9% de la población mundial a comienzos de la Gran Guerra1. Este recuento llega sólo hasta 1990 y no incluye las muertes de las guerras del Golfo y Yugoslavia, ni tampoco las del genocidio de Ruanda. Para hacerse una idea menos abstracta del significado de tal cifra podemos imaginar un mapa de Europa sobre el cual se ha eliminado a Francia, Italia y Alemania. Imaginemos reemplazarlos por un enorme vacío, por un desierto o -más bien- por un inmenso cementerio; entonces nos haremos una exacta idea del significado de la violencia del mundo moderno. Hobsbawm señala -en efecto- a la barbarie como una de las principales características del “corto” siglo XX. Él remarca la regresión social indiscutible representada por nuestra época respecto de los niveles de “civilidad” alcanzados después de la Revolución Francesa, añadiendo que si la Humanidad no se ha hundido todavía -de manera definitiva e irreversible- en un abismo de barbarie se debe –esencialmente- a la persistencia de los valores heredados del Iluminismo2.
Citando a Von Clausewitz, quien luego de la caída de Napoleón enuncia el principio según el cual los ganadores no tienen derecho de matar a prisioneros de guerra ni de transformar a las poblaciones civiles en blanco de la soldadesca, este principio parecía ser definitivamente incorporado por las naciones europeas. Para tener conocimiento de la mutación que -un siglo y medio más tardesufrieron esas ideas es suficiente con señalar que las víctimas civiles de la Segunda Guerra Mundial -y no el número global de muertes, que se aproxima a 55 millones- superan los 20 millones3. Ante el ideal caballeroso -y a uno casi le gustaría decir “humanista”- de Von Clausewitz, el proyecto de la bomba de neutrones -un arma capaz de eliminar vidas humanas sin dañar las posesiones materiales- aparece como la señal de un trastrocamiento de los valores en otros completamente opuestos. Recordar el número global de víctimas es importante porque las violencias y los genocidios de nuestro tiempo deben mantenerse en la memoria y no deben justificarse por el contexto de un siglo de barbarie. Pero el historiador no puede marcar este hecho en perspectiva. Su tarea consiste en reconstruir -incluso fácticamente, positivamente- el wie eigentlich gewesen, los eventos para intentar interpretarlos. A veces no puede evitar distinguir, comparar, ordenar, clasificar, a riesgo de convertirse en un frío y aparentemente imperturbable clasificador ante los horrendos crímenes. (...)
LA SINGULARIDAD DE AUSCHWITZ: DEFINIR Y COMPARAR
(...) Un hito histórico, lo particular de Auschwitz, lo que lo distingue de otros para la conciencia del mundo occidental, de tal manera que hasta llega a erigirlo en el paradigma de la barbarie de este siglo. El reconocimiento de la singularidad histórica de la “Solución Final” fue -durante mucho tiempo- objeto de riñas no siempre fructíferas, a veces bastante estériles, y susceptible de cristalizar conflictos y pasiones que ofrecen -a menudo- salir de los límites de un debate sobre ideas racionales. Existen numerosas variedades discursivas sobre la singularidad de Auschwitz. No debatiremos aquí sobre aquellas que serán materia del campo de la Historia. Por ejemplo, no consideraremos la tesis según la cual la singularidad de la Shoá sería el resultado de la selección del pueblo judío, ni aquélla a la cual le gustaría devolverla a una dimensión suprahistórica, según las palabras de Elie Wiesel, la historia trascendente. La confrontación del historiador con tales acercamientos es imposible a priori, aunque no dejarán de influir en el contexto en que desarrolla la narración histórica. No está para exigir la singularidad de Auschwitz (lo que es absurdo), ni para negarlo (lo que es –por otro lado– dudoso), sino para recono-cerlo y definirlo. Será necesario, también, preguntarse por las razones y condiciones de semejante debate, inexistente para otros grandes hechos históricos. Aunque no hay unanimidad, el reconocimiento de la singularidad de Auschwitz es compartido, hoy, por la mayoría de los historiadores del mundo contemporáneo. En dos palabras, la tesis podría resumirse así: el genocidio judío es único en la Historia por haber sido perpetrado con el objetivo de una remodelación biológica de la Humanidad, el único completamente carente de una naturaleza instrumental, el único en que el exterminio de víctimas no era un medio, sino un fin en sí mismo. Esta tesis es defendida en decenas de libros. Yo me limitaré a mencionar dos pasajes: el primero debido a la pluma de un historiador israelí; el otro, a un historiador alemán
Continuando con un bosquejo esbozado por Hannah Arendt en su ensayo Eichmann en Jerusalén, en el cual escribe que los nazis han querido “decidir quién debe y quién no debe habitar este planeta”4, Saúl Friedländer agrega el siguiente comentario: Hay algo allí que ningún otro régimen –cualquier sea su criminalidad – había intentado hacer antes. El régimen nazi alcanzó –a mi entender– una suerte de límite teórico exterior, en este sentido: uno puede considerar un número más grande de víctimas, incluso, y de medios de destrucción tecnológicamente más eficaces, pero cuando un régimen decide –en base a sus propios criterios– que hay grupos que ya no tienen derecho a vivir en la Tierra, como así también el lugar y la forma de su exterminio, entonces uno ha alcanzado el umbral extremo. Desde mi punto de vista, este límite fue alcanzado sólo una vez en la Historia moderna: por los nazis5. La tesis que sigue ha sido defendida con fuerza en una gran polémica por Eberhard Jäckel: “El asesinato de judíos por los nazis (escribe durante el Historikerstreit) fue algo único (el einzigartig) porque jamás –inclusive hasta hoy en día– un Estado ha decidido y enunciado, bajo la autoridad de su máximo líder, que un cierto grupo humano habría de ser exterminado en su totalidad: los viejos, mujeres, niños e inclusive los lactantes, decisión que este Estado –entonces – ha aplicado con todos los medios que estaban a su alcance”6.
(...) Esta definición de la singularidad histórica de la Shoá puede demostrarse como fecunda en el seno de un plan metodológico, como hipótesis de investigación. No debe ser postulada como una categoría normativa, ni debe imponerse como una dogma. Auschwitz no es un evento históricamente incomparable. Además, comparar, distinguir y clasificar no significa jerarquizar. La singularidad de Auschwitz no inaugura una escala de violencia y dolor. Ningún genocidio es “peor” o “menor” que otro, y la calidad de Auschwitz no confiere a sus víctimas algún aura particular, algún privilegio de martirio y –por consiguiente– la exclusividad de la memoria colectiva. Así definida, la singularidad de Auschwitz no excluye a otros –por ejemplo, al Gulag o Hiroshima– porque ella se inscribe en un contexto de pertenencia con otros genocidios y formas de violencia. En lugar de presentarse como una excepcionalidad histórica, Auschwitz se vuelve una herramienta para elaborar una hermenéutica de la barbarie del siglo XX. Sólo que su particularidad evade los procesos tradicionales de historización, y el debate que genera no es del mismo orden que los procedimientos utilizados en el debate sobre las especificidades del Renacimiento italiano, la Reforma en Alemania o la Revolución francesa.
La conciencia histórica no puede integrar Auschwitz como un acto fundante o una etapa del proceso de civilización, sino sólo como un desgarro de la Humanidad. Desde esta perspectiva, la insistencia en la singularidad de Auschwitz es sólo otra manera de designar los incompletos aportes de la historización7. Una vez definida la tesis central del debate es necesario intentar clarificar la problemática que en ella subyace: en primer lugar está el nexo de la memoria con la Historia, con su singularidades respectivas; en segundo término, la relación de Auschwitz con la Historia occidental (eso remite –nuevamente– a la racionalidad propia de nuestra civilización); y para finalizar, la más polémica, aquella que refiere a lo que Jürgen Habermas llamó “el uso público de la Historia”, la conciencia histórica como uno de los fundamentos de nuestra responsabilidad ético-política en el presente.
LA SINGULARIDAD DE LA MEMORIA Y DE LA HISTORIA
La irrupción del problema de la singularidad de la Shoá en la obra del historiador es también –en parte– el resultado del curso de la memoria judía, de su emergencia dentro del espacio público durante estos últimos años, y de su interferencia en las prácticas tradicionales de investigación, particularmente gracias al progreso de la Historia oral, los archivos audiovisuales, etc. Sin embargo, la memoria singulariza la Historia. Ella es –por definición– subjetiva, selectiva, a menudo irrespetuosa de las cronologías, las reconstrucciones colectivas, las racionalizaciones globales. Ella elabora la experiencia vivida, y por consiguiente, la percepción del pasado por esta vía sólo puede ser irreductiblemente singular. Allí donde el historiador sólo ve una etapa de un proceso, un detalle en un cuadro complejo y dinámico, para el testigo puede ser un evento crucial, el fundamento de su vida. El historiador puede descifrar, analizar y explicar fotografías conservadas del campo de Auschwitz. Sabe que quienes bajan del tren son judíos, que el SS que los observa participará en una selección y que la gran mayoría de las caras de esta fotografía –en el mejor de los casos– sólo tiene algunas horas de vida por delante. A un testigo, esta fotografía le dirá mucho más. Le recordará sensaciones, emociones, ruidos, voces, olores, el miedo y la desorientación a su llegada al campo, el cansancio de un larguísimo viaje hecho bajo condiciones horribles, la visión del humo de los hornos crematorios; habla de un conjunto de cuadros y recuerdos totalmente singular e inaccesible al historiador, a menos queéste recurra a una narración posterior, fuente de una empatía comparable a la sentida por el espectador de una película y no a lo revivido en el testigo. A los ojos del historiador, la fotografía de un prisionero presenta a una víctima anónima; para un padre, un amigo o un compañero de detención, esa fotografía les evoca un universo completamente singular. Para el observador externo, esta fotografía no representa –diría Siegfried Kracauer– más que una realidad “irresuelta” (el unerlöst)8. El conjunto de esos recuerdos forma la memoria judía, una memoria que el historiador no puede ignorar y debe respetar, e incluso debe –tanto como le sea posible– explorar y entender, pero no someterse a ella. No tiene derecho de transformar la singularidad innombrable y legítima de esta memoria en un prisma normativo de escritura de la Historia. Su labor –más bien– consiste en inscribir esta singularidad de la experiencia personal en el contexto histórico global, intentando –además– aclarar sus causas, condiciones y estructuras, su dinámica general. Eso significa aprender de la memoria, pero –además– debe tamizarlo con el cedazo de una comprobación objetiva, empírica, documental y fáctica para evitar sus contradicciones y trampas. Si se entiende a la memoria como una singularidad absoluta, entonces la Historia siempre será relativa9. Para un judío polaco, Auschwitz quiere decir algo terriblemente único: la desaparición del universo humano, social y cultural en que nació. Un historiador que no pueda entender eso nunca escribirá un buen libro sobre el genocidio judío, pero el resultado de su investigación no sería mejor si sacara la conclusión de que el genocidio judío es el único de la Historia.
En una época de discriminaciones y persecuciones, los judíos no pueden evitar preguntarse: ¿Esto es bueno o malo para los judíos? La respuesta determinó –desde cierto punto de vista– a los ojos del historiador una pauta de conducta. Sin embargo, esta actitud no puede guiar al historiador, quien no debedebe echarse atrás de su deber universalista, según Eric J. Hobsbawm: “Una Historia destinada sólo a los judíos (o a los afroamericanos, griegos, mujeres, proletarios, homosexuales, etc.) no sería una buena Historia, aunque pueda confortar a aquellos que la protagonizan”10. Evidentemente no se trata de oponer mecánicamente, siguiendo a una inmensa literatura en esta temática, una supuesta “memoria” mítica versus la aproximación científica y racional del historiador11. Este último está lejos de trabajar encerrado en la clásica torre de marfil. Sufre los condicionamientos de un contexto social, cultural y nacional. No escapa a las influencias de los propios recuerdos, ni de los conocimientos heredados, condicionamientos e influencias frente a los cuales no puede intentar liberarse negándolos sino más que por un esfuerzo de distanciamiento crítico12. En este sentido, la perspectiva de su tarea no consiste en tratar de determinar y evacuar la memoria –personal, individual y colectiva–, sino en inscribirla en una inmensa perspectiva histórica.
AUSCHWITZ O LA SINGULARIDAD DE OCCIDENTE
Existe una percepción cultural de la singularidad de Auschwitz. Lejos de haberse producido de inmediato, ella tomó forma con el paso de varias décadas y se estableció como idea en la opinión pública gradual, pero sólidamente. Se podría decir que este debate acerca de la singularidad de la Shoá es esencialmente un debate occidental, desconocido o completamente marginal fuera de Europa y los Estados Unidos. El genocidio judío es visto como un gigantesco desgarro histórico. Esto se debe a que tuvo lugar en el corazón de Europa y –además– ha sido concebido y perpetrado por un régimen surgido dentro del mundo occidental, heredero de aquella civilización, en un país que desde la Reforma hasta la República de Weimar era uno de sus centros. Y también se debe a que el judaísmo forma parte del origen de esta civilización y ha sido su compañero de ruta durante milenios.
La Shoá aparece, así, como una forma de automutilación de Occidente. Se le debe a Auschwitz que la noción de genocidio haya entrado en la conciencia e –incluso– en el vocabulario occidental. Auschwitz permanece como una implacable condena de Occidente. El proceso de destrucción de los judíos de Europa, analizado por Raúl Hilberg en sus distintas fases –definición, expropiación, deportación, concentración y exterminio–, hace de Auschwitz un laboratorio privilegiado para estudiar el inmenso potencial de violencia del que es portador el mundo moderno. En el origen de este crimen hay una intención de exterminar, y ello implica –de alguna manera– las estructuras de la sociedad industrial. Auschwitz logra la fusión del antisemitismo y el racismo con la cárcel, el sistema industrial capitalista y la administración burocrático –racional. Para estudiar este evento, uno puede apelar a Hannah Arendt, Michel Foucault, Karl Marx y Max Weber. En este sentido, el genocidio judío constituye un paradigma del barbarismo moderno. Varios rasgos de la Shoá también están presentes en otras formas de violencia o en matanzas en masa. La deportación es precedente, y apareció con el genocidio de armenios y la destrucción de los kulaks. Las “unidades móviles de matanza” descritas por Raúl Hilberg encuentran a sus precursores en el Imperio Otomano y a sus deudos en Ruanda y Bosnia. El sistema de campos concebidos como lugares de exterminio por medio del trabajo tiene un paralelo en el Gulag y una prolongación con Pol Pot en Camboya. Ya se había experimentado la marcación de las víctimas, como señal de su deterioro desde el estado de individuos a seres anónimos y despersonalizados, en los esclavos africanos deportados hacia el Nuevo Mundo. El carácter moderno e industrial de algunas cámaras de gas parecen rudimentarios si uno lo compara con el exterminio atómico. Por último, el racismo biológico que originó el genocidio judío encontró como primeros blancos a los 70.000 pacientesmentales que fueron eliminados por el régimen nazi. Estos ejemplos no apuntan más que a esbozar algunas comparaciones sistemáticas entre acontecimientos que pertenecen a menudo a contextos históricos, sociales, culturales y políticos completamente diferentes. Ellos sólo indican la inscripción de Auschwitz en un conjunto más vasto de formas de violencia. Y son suficientes para mostrar que –al menos en el plano morfológico –, mucho más que un evento sin precedentes, Auschwitz constituye una única síntesis de elementos diferentes que uno encuentra en otros crímenes o genocidios, una síntesis que se hizo posible por su anclaje en el sistema social, técnico e industrial, inserto en la racionalidad instrumental del mundo moderno.
De acuerdo a varias consideraciones, el debate sobre la singularidad del genocidio judío se centró –bajo una forma trágica– en el interrogante acerca de las raíces y el carácter universal del racionalismo occidental, formulados por Max Weber a principios del siglo XX13. Weber nos insta a inscribir a Auschwitz en una tendencia del racionalismo occidental para transformarse dialécticamente en el dispositivo de dominación, y luego, en la fuente de destrucción del Hombre. Poco antes de su muerte, Weber anunció el advenimiento de una “noche polar, glacial, oscura y escabrosa”14. Hoy podemos dar una identidad propia a esta prognosis fatalista. El reconocimiento de la singularidad de Auschwitz dentro de la cultura occidental implica una consecuencia importante. Es bastante obvio que el genocidio judío no puede aparecer como un evento del mismo valor a los ojos de un europeo que a los de un africano o un asiático15. Esto no significa que un japonés pueda ignorar Auschwitz o que un europeo pueda permanecer indiferente y callado ante el genocidio de la población de Timor Oriental, pero quienes no quieren reconocer este simple hecho se exponen a las trampas de un viejo prejuicio eurocentrista.
LA SINGULARIDAD DE AUSCHWITZ Y EL “USO PÚBLICO DE LA HISTORIA”
Considerar Auschwitz como un paradigma de la barbarie del siglo XX significa hacer un camino de acercamiento a sus diferentes manifestaciones, y no el objeto de una focalización exclusiva. Esta me parece inaceptable desde el plano ético porque contribuye a jerarquizar, marginar y olvidar las víctimas de otras violencias (sin olvidar a las víctimas no judías del nazismo). Desde un punto de vista epistemológico, una vez despojado de su contexto histórico –el conjunto de las violencias del siglo XX–, el genocidio judío se vuelve completamente incomprensible. Los ejemplos de tendencias de semejante convergencia exclusiva son numerosos. Basta pensar en el historiador americano Bernard Lewis, para quien la singularidad de la Shoá es indiscutible, pero duda del genocidio de armenios perpetrado por el Imperio Otomano en 191516. Uno también podría evocar el debate causado por la guerra en Yugoslavia. Durante este conflicto, el mayor escándalo –a los ojos de algunos– no eran las matanzas étnicas, sino la vanidad de aquellos que se atrevieron a asimilarlas a los crímenes nazis.
Un mal uso del estudio comparado generó como respuesta una sacralización alarmante de la singularidad de la Shoá. Coincido –más bien– con la digna actitud de Marek Edelman, uno de los sobrevivientes de la insurrección del Ghetto de Varsovia, quien presentó a estas recientes matanzas como una victoria póstuma de Hitler17. En el polo opuesto a la focalización exclusiva está la relativización apologética. Se ha criticado la singularidad de Auschwitz a los fines de normalizar –e inclusive rehabilitar– el pasado alemán, relegitimando una tradición ideológica y política que preparó las condiciones para el advenimiento de Hitler. Es una tendencia perniciosa, cuyo portavoz más conocido –pero detrás de él hay toda una escuela y parte de los medios de masas18– es el historiador conservador Ernst Nolte. Para él, los crímenes nazis no eran más que una réplica del exterminio ejercido por los bolcheviques, la matriz última y decisiva de todos los horrores del siglo XX. De esta manera, Hitler sería culpable de un exceso deplorable en el esfuerzo históricamente justificado por defender a Alemania y Occidente de la amenaza comunista. Para él, “la guerra civil europea” no empieza en 1914 –con el hundimiento del viejo orden imperial y el estallido de la Primera Guerra Mundial –, sino en 1917, en el momento de la revolución de octubre19.
Una vez, Auschwitz se erigió en icono de la violencia del siglo XX. Toda comparación puede aparecer como una tentativa de diluir su rango o de amplificar la importancia de otros eventos criminales. Cuando el codirector del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Joachim Fest, subraya que no hay diferencia cualitativa entre las cámaras de gas nazis y “los asesinatos en masa por medio de una bala en la nuca”20 por el NKVD, el mensaje está claro: deje de apuntar con su dedo a los alemanes, más bien mire lo que han hecho los comunistas rusos. Cuando un instituto de estudio ucraniano publica un libro en el cual la hambruna de 1930-1932 se presenta como “un acto deliberado de genocidio” 21 comparable a la Shoá, el objetivo de la argumentación es bien claro: llamar la atención sobre un genocidio que no consiguió –dentro de la opinión pública – el mismo reconocimiento que el “Holocausto”. Evidentemente, uno no puede poner en el mismo plano estos dos tipos de relativismo, el primero dirigido a enmascararse, “lavarse la cara”, y el otro para llamar la atención sobre un genocidio pasado por alto demasiado a menudo. En el contexto italiano –en el cual otra virulenta polémica divide a los historiadores, desde hace veinte años, a propósito de la interpretación del fascismo –, los roles parecen estar exactamente invertidos. Allí, el carácter supuestamente incomparable de algunos crímenes nazis se volvió un arma para rehabilitar el fascismo. Para Renzo de Felice, quien libró una larga batallacontra toda aproximación “contaminada de antifascismo”, el régimen de Mussolini se ubica “fuera del cono de sombra del Holocausto”, cuya singularidad excluiría –de cierta manera– toda relación del nazismo con el fascismo italiano22. También –por otro lado– para el historiador antifascista Nicola Tranfaglia subrayar la singularidad del genocidio judío es arriesgarse a colocar en la sombra las afinidades esenciales existentes entre el fascismo italiano y la Alemania nazi, perteneciendo ambos regímenes políticos –a pesar de sus especificidades indiscutibles– a un mismo “modelo de fascismo europeo” 23. Un juicio errado también se arriesgaría –agrega– a colocar los crímenes del fascismo italiano en los anaqueles omitiendo que éste –si bien no alcanzó los límites extremos del nazismo– se aproximó al genocidio en África, fue cómplice activo del régimen hitleriano en la deportación de judíos y era –como la dictadura alemana– un ejemplo de régimen antiliberal, antidemocrático, imperialista y belicoso, atravesado por tendencias racistas24. La comparación de las posiciones de estos dos historiadores, uno alemán y otro italiano, es una forma bastante elocuente de ver hasta qué punto la definición de la singularidad de Auschwitz puede tornar a la Historia objeto de uso público para forjar –a través de la interpretación del pasado que hace el historiador – una identidad nacional.
Aunque si argumentamos de otra manera, el hecho de negar o relativizar esta singularidad servirá, en un autor, para rehabilitar el pasado nazi, y en el otro, para no banalizar el pasado fascista. Todos estos ejemplos muestran que el “relativismo histórico” puede tomar formas profundamente diferentes. Los negadores de la singularidad de Auschwitz no son todos revisionistas, quienes asumen aquellas posiciones, a veces, pueden mostrar una enorme ceguera ante la evidencia y una tendencia a la sobrevaloración de otras formas de violencia25. Todos pueden interpretar este evento según dudosas intenciones. La mejor manera de conservar la memoria de un genocidio no es –ciertamente– negando otro, ni erigiéndolo en objeto de culto religioso. La Shoá tiene hoy dogmas: la incomparabilidad e inexplicabilidad del mismo, los peligrosos guardianes del Templo. Reconocer la singularidad histórica de Auschwitz sólo puede tener sentido si nos ayuda a fundar una dialéctica fecunda entre la memoria del pasado y la crítica del presente, con el objetivo de ligar las múltiples situaciones que unen nuestro mundo a una muy especial: la que originó ese crimen.
Notas
1 Hobsbawm, Eric J. Age of Extremes. The short Twentieth Century 1914-1991. Londres, Michael Joseph, 1994.
2 Ver también, del mismo Hobsbawm: “Barbarism: A User’s Guide”, en New Left Review. N° 206, 1994, p. 45.
3 Cf. Las estadísticas (que distinguen cuidadosamente entre las víctimas civiles y las bajas militares) fueron publicadas en el apéndice de Bullock, Alan. Hitler et Staline, Vol. 2. París, Albin Michel/Robert Laffont, 1994, p. 459.
4 Arendt, Hannah. Eichmann a Jerusalem. París, Gallimard Folio, 1991, p. 448.
5 Friedländer, Saul. Memory, history and the extermination of the Jews of Europe. Bloomington e Indianápolis, Indiana University Press, 1993, pp. 82-83.
6 Jäckel, Eberhard. “La miserable pratique des insinuations. On ne peut nier le caractere unique des crimes National-Socialistes”, en Devant l’Histoire. París, Editions du Cerf, 1998, pp. 97-9
7. Historikerstreit. Die Dokumentation über die kontroverse um die Einzigartikeit der nationalsozialistischen judenwernichtung. Münich, Piper, 1987, p. 118.
7 Cf. Diner, Dan. Zwischen Aporie und Apologie. Ist der nationalzocialismus geschichte? Frankfurt/M, Fische, 1987, p. 73.
8 Kracauer, Siegfried. “Die Photographie. Das Ornament der Masse”, en Essays. Frankfurt/M,
Suhrkamp, 1997, p. 32, y Theorie Of Film, Nueva York, Oxford University Press, 1960, p. 14.
9 Chaumont, J. M. “Connaissance ou reconnoissance? Les enjeux du debat sur la singuarité de la Shoá”, en Le Debat. N° 82, 1994, p. 87.
10 Hobsbawm, Eric J. “Universalite et identite de l’historien”, en Diogene. N° 168, 1994, p.65.
11 Un ejemplo clásico de este tipo de aproximación es la de Hierushalmi, Yossef Haym. Zachor. Histoire Juive et Memoire Juive. París, La Decouverte, 1984.12 Cf. La correspondencia entre Saul Friedländer y Martin Broszat como sujeto de la historización del nacionalsocialismo, en Baldwin, Peter (Ed.). Reworking the past. Hitler, the Holocaust and the historians’ debate. Boston, Beacon Press, 1990, p. 129. (tr. Fr. en Bulletin trimestriel de la Fondation Auschwitz. N° 24, 1990, p. 79.)
13 Weber, Max. “Avant-propos”, en L’ethique protestante et l’espirit du capitalisme. París, Plon-Agora, 1990, p. 7, y en Weber, Max. Sociologie des religions. París, Gallimard, 1996, p. 489.14 Weber, Max. Le savant et le politique. París, Plon 10/18, 1990, p. 184.
15 Vidal Naquet, P. Reflexions sur le genocide. Les Juifs, la memoire et le present. Vol. III. París, La Decouverte, 1995, p. 288.
16 Le Monde, 16 de noviembre de 1993. Ver Ternon, Ives. “Lettre ouverte a Bernard Lewis et a quelques autres”, en Davis, Leslie A. La province de la mort complexe. Bruselas, 1994.
17 Cit. en Finkielkraut, Alain. “La victoire posthume du Hitler”, en Gillibert, J. y Wilgowicz, P. (Eds.), L’Ange exterminateur. Bruselas, Editions de l’Universite de Bruxelles, 1995, p. 261.
18 Cf. Roth, Karl Heinz. “Revisionist Tendencies in Historical Research into German Fascism”, en International Review of Social History. 30/3, 1994, pp. 428-455.
19 Nolte, Ernst presentó sus tesis en varios artículos que provocaron el “debate de los historiadores” en Alemania, a mediados de los ’80. Él las desarrolló y especificó en su libro Der europäische Bürgerkrieg 1917-1945. National-sozialismus und Bolchewismus, Frankfurt/M-Berlín, Ulstein- Propyläen, 1987. En español: La Guerra Civil Europea 1917-1945. Nacionalismo y bolchevismo, Fondo de Cultura Económica, México. 1994.20 Fest, Joachim. “Le souvenir que nous leur devons. Contribution a la controverse portant sur le caractere incomparable des crimes de masse su national-socialisme”, en Devant L’Histoire, op. cit., pp. 85-86.
21 Mace, James E. “The Man-Made Famine of 1933 in Soviet Ukraine”, en Serbyn, Krawchenko (Eds.), Famine in Ukraine 1932-1933, Edmonton, Canadian Institute of Ukranian Studies, University of Alberta, 1986, p. 11, citado en Green, Barbara B. “Stalinist Terror and the question of genocide: The Great Famine”, en Rosembaum, S. (Ed.), Is the Holocaust unique? Oxford, Westview Press, Boulder, 1996, p. 141.
22 Cf. Especialmente la introducción de la última edición (1987) del libro, de ahora en adelante clásico, de De Felice, Renzo. Storia degli ebrei italiani sotto il fascismo, Turín, Einaudi, 1993, pp. XXIX-XXX. Acerca de la exclusión de la Italia fascista de “el cono de sombras del Holocausto” recomiendo una impactante entrevista publicada por Il Corriere della Sera, 27 de diciembre de 1987 (incluida en Jacobelli, J. (Éd.), Il fascismo e gli storici oggi, Bari-Roma, Laterza, 1988, p. 6). Para una comparación en paralelo del “revisionismo” de Nolte y el de De Felice, Cf. Schieder, Wolfgang. “Zeitgeschichtliche Verschränkungen über Ernst Nolte und Renzo de Felice”, en Annali dell’istituto italo-germanico de Trento. XVII, 1991, pp. 359-376.
23 Tranfaglia, Nicola. Un passato scomodo. Fascismo e postfascismo. Roma-Bari, Laterza, 1996, pp. 53-56.
24 Trafaglia, Nicola. La prima guerra mondiale e il fascismo. Turín, UTET, 1995, p. 670. Una tesis análoga es defendida por Collotti, Enzo. “Il fascismo nella storiografia. La dimensione europea”, en Del Boca, A., Legnani, M. , Rossi, M. G. (Eds.), Il regime fascista, Bari-Roma, Laterza, 1995, pp. 17-44.
25 Como apela en su correcto título Tzvetan Todorov. Les abus de la memoire. París, Arlea, 1995, p. 45.
* Intelectual de origen italiano. Prof. de Ciencias Políticas de la Universidad de Picardie – Amiens.
** Edición y trad. del francés: Lic. Patricio A. Brodsky.
http://www.fmh.org.ar/revista/22/traverso.htm
Enzo Traverso*
Fragmentos del Libro AA.VV.: Pour une critique de la barbarie moderne. Ecrits sur l’historie des Juifs et de l’antisémitisme, Éditions Page deux, París, 1997. **
LA ERA DE LA BARBARIE
En su balance del finalizado “corto siglo XX”, Eric J. Hobsbawm cita un dato estadístico suficientemente elocuente para definir esta época -que denomina “Era de Extremos”- dentro de un horizonte de barbarie: entre la Primera Guerra Mundial y finales de los años ’80, las víctimas de guerras, genocidios y violencias políticas de diferente naturaleza han sido cerca de 187 millones. Esto corresponde a alrededor del 9% de la población mundial a comienzos de la Gran Guerra1. Este recuento llega sólo hasta 1990 y no incluye las muertes de las guerras del Golfo y Yugoslavia, ni tampoco las del genocidio de Ruanda. Para hacerse una idea menos abstracta del significado de tal cifra podemos imaginar un mapa de Europa sobre el cual se ha eliminado a Francia, Italia y Alemania. Imaginemos reemplazarlos por un enorme vacío, por un desierto o -más bien- por un inmenso cementerio; entonces nos haremos una exacta idea del significado de la violencia del mundo moderno. Hobsbawm señala -en efecto- a la barbarie como una de las principales características del “corto” siglo XX. Él remarca la regresión social indiscutible representada por nuestra época respecto de los niveles de “civilidad” alcanzados después de la Revolución Francesa, añadiendo que si la Humanidad no se ha hundido todavía -de manera definitiva e irreversible- en un abismo de barbarie se debe –esencialmente- a la persistencia de los valores heredados del Iluminismo2.
Citando a Von Clausewitz, quien luego de la caída de Napoleón enuncia el principio según el cual los ganadores no tienen derecho de matar a prisioneros de guerra ni de transformar a las poblaciones civiles en blanco de la soldadesca, este principio parecía ser definitivamente incorporado por las naciones europeas. Para tener conocimiento de la mutación que -un siglo y medio más tardesufrieron esas ideas es suficiente con señalar que las víctimas civiles de la Segunda Guerra Mundial -y no el número global de muertes, que se aproxima a 55 millones- superan los 20 millones3. Ante el ideal caballeroso -y a uno casi le gustaría decir “humanista”- de Von Clausewitz, el proyecto de la bomba de neutrones -un arma capaz de eliminar vidas humanas sin dañar las posesiones materiales- aparece como la señal de un trastrocamiento de los valores en otros completamente opuestos. Recordar el número global de víctimas es importante porque las violencias y los genocidios de nuestro tiempo deben mantenerse en la memoria y no deben justificarse por el contexto de un siglo de barbarie. Pero el historiador no puede marcar este hecho en perspectiva. Su tarea consiste en reconstruir -incluso fácticamente, positivamente- el wie eigentlich gewesen, los eventos para intentar interpretarlos. A veces no puede evitar distinguir, comparar, ordenar, clasificar, a riesgo de convertirse en un frío y aparentemente imperturbable clasificador ante los horrendos crímenes. (...)
LA SINGULARIDAD DE AUSCHWITZ: DEFINIR Y COMPARAR
(...) Un hito histórico, lo particular de Auschwitz, lo que lo distingue de otros para la conciencia del mundo occidental, de tal manera que hasta llega a erigirlo en el paradigma de la barbarie de este siglo. El reconocimiento de la singularidad histórica de la “Solución Final” fue -durante mucho tiempo- objeto de riñas no siempre fructíferas, a veces bastante estériles, y susceptible de cristalizar conflictos y pasiones que ofrecen -a menudo- salir de los límites de un debate sobre ideas racionales. Existen numerosas variedades discursivas sobre la singularidad de Auschwitz. No debatiremos aquí sobre aquellas que serán materia del campo de la Historia. Por ejemplo, no consideraremos la tesis según la cual la singularidad de la Shoá sería el resultado de la selección del pueblo judío, ni aquélla a la cual le gustaría devolverla a una dimensión suprahistórica, según las palabras de Elie Wiesel, la historia trascendente. La confrontación del historiador con tales acercamientos es imposible a priori, aunque no dejarán de influir en el contexto en que desarrolla la narración histórica. No está para exigir la singularidad de Auschwitz (lo que es absurdo), ni para negarlo (lo que es –por otro lado– dudoso), sino para recono-cerlo y definirlo. Será necesario, también, preguntarse por las razones y condiciones de semejante debate, inexistente para otros grandes hechos históricos. Aunque no hay unanimidad, el reconocimiento de la singularidad de Auschwitz es compartido, hoy, por la mayoría de los historiadores del mundo contemporáneo. En dos palabras, la tesis podría resumirse así: el genocidio judío es único en la Historia por haber sido perpetrado con el objetivo de una remodelación biológica de la Humanidad, el único completamente carente de una naturaleza instrumental, el único en que el exterminio de víctimas no era un medio, sino un fin en sí mismo. Esta tesis es defendida en decenas de libros. Yo me limitaré a mencionar dos pasajes: el primero debido a la pluma de un historiador israelí; el otro, a un historiador alemán
Continuando con un bosquejo esbozado por Hannah Arendt en su ensayo Eichmann en Jerusalén, en el cual escribe que los nazis han querido “decidir quién debe y quién no debe habitar este planeta”4, Saúl Friedländer agrega el siguiente comentario: Hay algo allí que ningún otro régimen –cualquier sea su criminalidad – había intentado hacer antes. El régimen nazi alcanzó –a mi entender– una suerte de límite teórico exterior, en este sentido: uno puede considerar un número más grande de víctimas, incluso, y de medios de destrucción tecnológicamente más eficaces, pero cuando un régimen decide –en base a sus propios criterios– que hay grupos que ya no tienen derecho a vivir en la Tierra, como así también el lugar y la forma de su exterminio, entonces uno ha alcanzado el umbral extremo. Desde mi punto de vista, este límite fue alcanzado sólo una vez en la Historia moderna: por los nazis5. La tesis que sigue ha sido defendida con fuerza en una gran polémica por Eberhard Jäckel: “El asesinato de judíos por los nazis (escribe durante el Historikerstreit) fue algo único (el einzigartig) porque jamás –inclusive hasta hoy en día– un Estado ha decidido y enunciado, bajo la autoridad de su máximo líder, que un cierto grupo humano habría de ser exterminado en su totalidad: los viejos, mujeres, niños e inclusive los lactantes, decisión que este Estado –entonces – ha aplicado con todos los medios que estaban a su alcance”6.
(...) Esta definición de la singularidad histórica de la Shoá puede demostrarse como fecunda en el seno de un plan metodológico, como hipótesis de investigación. No debe ser postulada como una categoría normativa, ni debe imponerse como una dogma. Auschwitz no es un evento históricamente incomparable. Además, comparar, distinguir y clasificar no significa jerarquizar. La singularidad de Auschwitz no inaugura una escala de violencia y dolor. Ningún genocidio es “peor” o “menor” que otro, y la calidad de Auschwitz no confiere a sus víctimas algún aura particular, algún privilegio de martirio y –por consiguiente– la exclusividad de la memoria colectiva. Así definida, la singularidad de Auschwitz no excluye a otros –por ejemplo, al Gulag o Hiroshima– porque ella se inscribe en un contexto de pertenencia con otros genocidios y formas de violencia. En lugar de presentarse como una excepcionalidad histórica, Auschwitz se vuelve una herramienta para elaborar una hermenéutica de la barbarie del siglo XX. Sólo que su particularidad evade los procesos tradicionales de historización, y el debate que genera no es del mismo orden que los procedimientos utilizados en el debate sobre las especificidades del Renacimiento italiano, la Reforma en Alemania o la Revolución francesa.
La conciencia histórica no puede integrar Auschwitz como un acto fundante o una etapa del proceso de civilización, sino sólo como un desgarro de la Humanidad. Desde esta perspectiva, la insistencia en la singularidad de Auschwitz es sólo otra manera de designar los incompletos aportes de la historización7. Una vez definida la tesis central del debate es necesario intentar clarificar la problemática que en ella subyace: en primer lugar está el nexo de la memoria con la Historia, con su singularidades respectivas; en segundo término, la relación de Auschwitz con la Historia occidental (eso remite –nuevamente– a la racionalidad propia de nuestra civilización); y para finalizar, la más polémica, aquella que refiere a lo que Jürgen Habermas llamó “el uso público de la Historia”, la conciencia histórica como uno de los fundamentos de nuestra responsabilidad ético-política en el presente.
LA SINGULARIDAD DE LA MEMORIA Y DE LA HISTORIA
La irrupción del problema de la singularidad de la Shoá en la obra del historiador es también –en parte– el resultado del curso de la memoria judía, de su emergencia dentro del espacio público durante estos últimos años, y de su interferencia en las prácticas tradicionales de investigación, particularmente gracias al progreso de la Historia oral, los archivos audiovisuales, etc. Sin embargo, la memoria singulariza la Historia. Ella es –por definición– subjetiva, selectiva, a menudo irrespetuosa de las cronologías, las reconstrucciones colectivas, las racionalizaciones globales. Ella elabora la experiencia vivida, y por consiguiente, la percepción del pasado por esta vía sólo puede ser irreductiblemente singular. Allí donde el historiador sólo ve una etapa de un proceso, un detalle en un cuadro complejo y dinámico, para el testigo puede ser un evento crucial, el fundamento de su vida. El historiador puede descifrar, analizar y explicar fotografías conservadas del campo de Auschwitz. Sabe que quienes bajan del tren son judíos, que el SS que los observa participará en una selección y que la gran mayoría de las caras de esta fotografía –en el mejor de los casos– sólo tiene algunas horas de vida por delante. A un testigo, esta fotografía le dirá mucho más. Le recordará sensaciones, emociones, ruidos, voces, olores, el miedo y la desorientación a su llegada al campo, el cansancio de un larguísimo viaje hecho bajo condiciones horribles, la visión del humo de los hornos crematorios; habla de un conjunto de cuadros y recuerdos totalmente singular e inaccesible al historiador, a menos queéste recurra a una narración posterior, fuente de una empatía comparable a la sentida por el espectador de una película y no a lo revivido en el testigo. A los ojos del historiador, la fotografía de un prisionero presenta a una víctima anónima; para un padre, un amigo o un compañero de detención, esa fotografía les evoca un universo completamente singular. Para el observador externo, esta fotografía no representa –diría Siegfried Kracauer– más que una realidad “irresuelta” (el unerlöst)8. El conjunto de esos recuerdos forma la memoria judía, una memoria que el historiador no puede ignorar y debe respetar, e incluso debe –tanto como le sea posible– explorar y entender, pero no someterse a ella. No tiene derecho de transformar la singularidad innombrable y legítima de esta memoria en un prisma normativo de escritura de la Historia. Su labor –más bien– consiste en inscribir esta singularidad de la experiencia personal en el contexto histórico global, intentando –además– aclarar sus causas, condiciones y estructuras, su dinámica general. Eso significa aprender de la memoria, pero –además– debe tamizarlo con el cedazo de una comprobación objetiva, empírica, documental y fáctica para evitar sus contradicciones y trampas. Si se entiende a la memoria como una singularidad absoluta, entonces la Historia siempre será relativa9. Para un judío polaco, Auschwitz quiere decir algo terriblemente único: la desaparición del universo humano, social y cultural en que nació. Un historiador que no pueda entender eso nunca escribirá un buen libro sobre el genocidio judío, pero el resultado de su investigación no sería mejor si sacara la conclusión de que el genocidio judío es el único de la Historia.
En una época de discriminaciones y persecuciones, los judíos no pueden evitar preguntarse: ¿Esto es bueno o malo para los judíos? La respuesta determinó –desde cierto punto de vista– a los ojos del historiador una pauta de conducta. Sin embargo, esta actitud no puede guiar al historiador, quien no debedebe echarse atrás de su deber universalista, según Eric J. Hobsbawm: “Una Historia destinada sólo a los judíos (o a los afroamericanos, griegos, mujeres, proletarios, homosexuales, etc.) no sería una buena Historia, aunque pueda confortar a aquellos que la protagonizan”10. Evidentemente no se trata de oponer mecánicamente, siguiendo a una inmensa literatura en esta temática, una supuesta “memoria” mítica versus la aproximación científica y racional del historiador11. Este último está lejos de trabajar encerrado en la clásica torre de marfil. Sufre los condicionamientos de un contexto social, cultural y nacional. No escapa a las influencias de los propios recuerdos, ni de los conocimientos heredados, condicionamientos e influencias frente a los cuales no puede intentar liberarse negándolos sino más que por un esfuerzo de distanciamiento crítico12. En este sentido, la perspectiva de su tarea no consiste en tratar de determinar y evacuar la memoria –personal, individual y colectiva–, sino en inscribirla en una inmensa perspectiva histórica.
AUSCHWITZ O LA SINGULARIDAD DE OCCIDENTE
Existe una percepción cultural de la singularidad de Auschwitz. Lejos de haberse producido de inmediato, ella tomó forma con el paso de varias décadas y se estableció como idea en la opinión pública gradual, pero sólidamente. Se podría decir que este debate acerca de la singularidad de la Shoá es esencialmente un debate occidental, desconocido o completamente marginal fuera de Europa y los Estados Unidos. El genocidio judío es visto como un gigantesco desgarro histórico. Esto se debe a que tuvo lugar en el corazón de Europa y –además– ha sido concebido y perpetrado por un régimen surgido dentro del mundo occidental, heredero de aquella civilización, en un país que desde la Reforma hasta la República de Weimar era uno de sus centros. Y también se debe a que el judaísmo forma parte del origen de esta civilización y ha sido su compañero de ruta durante milenios.
La Shoá aparece, así, como una forma de automutilación de Occidente. Se le debe a Auschwitz que la noción de genocidio haya entrado en la conciencia e –incluso– en el vocabulario occidental. Auschwitz permanece como una implacable condena de Occidente. El proceso de destrucción de los judíos de Europa, analizado por Raúl Hilberg en sus distintas fases –definición, expropiación, deportación, concentración y exterminio–, hace de Auschwitz un laboratorio privilegiado para estudiar el inmenso potencial de violencia del que es portador el mundo moderno. En el origen de este crimen hay una intención de exterminar, y ello implica –de alguna manera– las estructuras de la sociedad industrial. Auschwitz logra la fusión del antisemitismo y el racismo con la cárcel, el sistema industrial capitalista y la administración burocrático –racional. Para estudiar este evento, uno puede apelar a Hannah Arendt, Michel Foucault, Karl Marx y Max Weber. En este sentido, el genocidio judío constituye un paradigma del barbarismo moderno. Varios rasgos de la Shoá también están presentes en otras formas de violencia o en matanzas en masa. La deportación es precedente, y apareció con el genocidio de armenios y la destrucción de los kulaks. Las “unidades móviles de matanza” descritas por Raúl Hilberg encuentran a sus precursores en el Imperio Otomano y a sus deudos en Ruanda y Bosnia. El sistema de campos concebidos como lugares de exterminio por medio del trabajo tiene un paralelo en el Gulag y una prolongación con Pol Pot en Camboya. Ya se había experimentado la marcación de las víctimas, como señal de su deterioro desde el estado de individuos a seres anónimos y despersonalizados, en los esclavos africanos deportados hacia el Nuevo Mundo. El carácter moderno e industrial de algunas cámaras de gas parecen rudimentarios si uno lo compara con el exterminio atómico. Por último, el racismo biológico que originó el genocidio judío encontró como primeros blancos a los 70.000 pacientesmentales que fueron eliminados por el régimen nazi. Estos ejemplos no apuntan más que a esbozar algunas comparaciones sistemáticas entre acontecimientos que pertenecen a menudo a contextos históricos, sociales, culturales y políticos completamente diferentes. Ellos sólo indican la inscripción de Auschwitz en un conjunto más vasto de formas de violencia. Y son suficientes para mostrar que –al menos en el plano morfológico –, mucho más que un evento sin precedentes, Auschwitz constituye una única síntesis de elementos diferentes que uno encuentra en otros crímenes o genocidios, una síntesis que se hizo posible por su anclaje en el sistema social, técnico e industrial, inserto en la racionalidad instrumental del mundo moderno.
De acuerdo a varias consideraciones, el debate sobre la singularidad del genocidio judío se centró –bajo una forma trágica– en el interrogante acerca de las raíces y el carácter universal del racionalismo occidental, formulados por Max Weber a principios del siglo XX13. Weber nos insta a inscribir a Auschwitz en una tendencia del racionalismo occidental para transformarse dialécticamente en el dispositivo de dominación, y luego, en la fuente de destrucción del Hombre. Poco antes de su muerte, Weber anunció el advenimiento de una “noche polar, glacial, oscura y escabrosa”14. Hoy podemos dar una identidad propia a esta prognosis fatalista. El reconocimiento de la singularidad de Auschwitz dentro de la cultura occidental implica una consecuencia importante. Es bastante obvio que el genocidio judío no puede aparecer como un evento del mismo valor a los ojos de un europeo que a los de un africano o un asiático15. Esto no significa que un japonés pueda ignorar Auschwitz o que un europeo pueda permanecer indiferente y callado ante el genocidio de la población de Timor Oriental, pero quienes no quieren reconocer este simple hecho se exponen a las trampas de un viejo prejuicio eurocentrista.
LA SINGULARIDAD DE AUSCHWITZ Y EL “USO PÚBLICO DE LA HISTORIA”
Considerar Auschwitz como un paradigma de la barbarie del siglo XX significa hacer un camino de acercamiento a sus diferentes manifestaciones, y no el objeto de una focalización exclusiva. Esta me parece inaceptable desde el plano ético porque contribuye a jerarquizar, marginar y olvidar las víctimas de otras violencias (sin olvidar a las víctimas no judías del nazismo). Desde un punto de vista epistemológico, una vez despojado de su contexto histórico –el conjunto de las violencias del siglo XX–, el genocidio judío se vuelve completamente incomprensible. Los ejemplos de tendencias de semejante convergencia exclusiva son numerosos. Basta pensar en el historiador americano Bernard Lewis, para quien la singularidad de la Shoá es indiscutible, pero duda del genocidio de armenios perpetrado por el Imperio Otomano en 191516. Uno también podría evocar el debate causado por la guerra en Yugoslavia. Durante este conflicto, el mayor escándalo –a los ojos de algunos– no eran las matanzas étnicas, sino la vanidad de aquellos que se atrevieron a asimilarlas a los crímenes nazis.
Un mal uso del estudio comparado generó como respuesta una sacralización alarmante de la singularidad de la Shoá. Coincido –más bien– con la digna actitud de Marek Edelman, uno de los sobrevivientes de la insurrección del Ghetto de Varsovia, quien presentó a estas recientes matanzas como una victoria póstuma de Hitler17. En el polo opuesto a la focalización exclusiva está la relativización apologética. Se ha criticado la singularidad de Auschwitz a los fines de normalizar –e inclusive rehabilitar– el pasado alemán, relegitimando una tradición ideológica y política que preparó las condiciones para el advenimiento de Hitler. Es una tendencia perniciosa, cuyo portavoz más conocido –pero detrás de él hay toda una escuela y parte de los medios de masas18– es el historiador conservador Ernst Nolte. Para él, los crímenes nazis no eran más que una réplica del exterminio ejercido por los bolcheviques, la matriz última y decisiva de todos los horrores del siglo XX. De esta manera, Hitler sería culpable de un exceso deplorable en el esfuerzo históricamente justificado por defender a Alemania y Occidente de la amenaza comunista. Para él, “la guerra civil europea” no empieza en 1914 –con el hundimiento del viejo orden imperial y el estallido de la Primera Guerra Mundial –, sino en 1917, en el momento de la revolución de octubre19.
Una vez, Auschwitz se erigió en icono de la violencia del siglo XX. Toda comparación puede aparecer como una tentativa de diluir su rango o de amplificar la importancia de otros eventos criminales. Cuando el codirector del Frankfurter Allgemeine Zeitung, Joachim Fest, subraya que no hay diferencia cualitativa entre las cámaras de gas nazis y “los asesinatos en masa por medio de una bala en la nuca”20 por el NKVD, el mensaje está claro: deje de apuntar con su dedo a los alemanes, más bien mire lo que han hecho los comunistas rusos. Cuando un instituto de estudio ucraniano publica un libro en el cual la hambruna de 1930-1932 se presenta como “un acto deliberado de genocidio” 21 comparable a la Shoá, el objetivo de la argumentación es bien claro: llamar la atención sobre un genocidio que no consiguió –dentro de la opinión pública – el mismo reconocimiento que el “Holocausto”. Evidentemente, uno no puede poner en el mismo plano estos dos tipos de relativismo, el primero dirigido a enmascararse, “lavarse la cara”, y el otro para llamar la atención sobre un genocidio pasado por alto demasiado a menudo. En el contexto italiano –en el cual otra virulenta polémica divide a los historiadores, desde hace veinte años, a propósito de la interpretación del fascismo –, los roles parecen estar exactamente invertidos. Allí, el carácter supuestamente incomparable de algunos crímenes nazis se volvió un arma para rehabilitar el fascismo. Para Renzo de Felice, quien libró una larga batallacontra toda aproximación “contaminada de antifascismo”, el régimen de Mussolini se ubica “fuera del cono de sombra del Holocausto”, cuya singularidad excluiría –de cierta manera– toda relación del nazismo con el fascismo italiano22. También –por otro lado– para el historiador antifascista Nicola Tranfaglia subrayar la singularidad del genocidio judío es arriesgarse a colocar en la sombra las afinidades esenciales existentes entre el fascismo italiano y la Alemania nazi, perteneciendo ambos regímenes políticos –a pesar de sus especificidades indiscutibles– a un mismo “modelo de fascismo europeo” 23. Un juicio errado también se arriesgaría –agrega– a colocar los crímenes del fascismo italiano en los anaqueles omitiendo que éste –si bien no alcanzó los límites extremos del nazismo– se aproximó al genocidio en África, fue cómplice activo del régimen hitleriano en la deportación de judíos y era –como la dictadura alemana– un ejemplo de régimen antiliberal, antidemocrático, imperialista y belicoso, atravesado por tendencias racistas24. La comparación de las posiciones de estos dos historiadores, uno alemán y otro italiano, es una forma bastante elocuente de ver hasta qué punto la definición de la singularidad de Auschwitz puede tornar a la Historia objeto de uso público para forjar –a través de la interpretación del pasado que hace el historiador – una identidad nacional.
Aunque si argumentamos de otra manera, el hecho de negar o relativizar esta singularidad servirá, en un autor, para rehabilitar el pasado nazi, y en el otro, para no banalizar el pasado fascista. Todos estos ejemplos muestran que el “relativismo histórico” puede tomar formas profundamente diferentes. Los negadores de la singularidad de Auschwitz no son todos revisionistas, quienes asumen aquellas posiciones, a veces, pueden mostrar una enorme ceguera ante la evidencia y una tendencia a la sobrevaloración de otras formas de violencia25. Todos pueden interpretar este evento según dudosas intenciones. La mejor manera de conservar la memoria de un genocidio no es –ciertamente– negando otro, ni erigiéndolo en objeto de culto religioso. La Shoá tiene hoy dogmas: la incomparabilidad e inexplicabilidad del mismo, los peligrosos guardianes del Templo. Reconocer la singularidad histórica de Auschwitz sólo puede tener sentido si nos ayuda a fundar una dialéctica fecunda entre la memoria del pasado y la crítica del presente, con el objetivo de ligar las múltiples situaciones que unen nuestro mundo a una muy especial: la que originó ese crimen.
Notas
1 Hobsbawm, Eric J. Age of Extremes. The short Twentieth Century 1914-1991. Londres, Michael Joseph, 1994.
2 Ver también, del mismo Hobsbawm: “Barbarism: A User’s Guide”, en New Left Review. N° 206, 1994, p. 45.
3 Cf. Las estadísticas (que distinguen cuidadosamente entre las víctimas civiles y las bajas militares) fueron publicadas en el apéndice de Bullock, Alan. Hitler et Staline, Vol. 2. París, Albin Michel/Robert Laffont, 1994, p. 459.
4 Arendt, Hannah. Eichmann a Jerusalem. París, Gallimard Folio, 1991, p. 448.
5 Friedländer, Saul. Memory, history and the extermination of the Jews of Europe. Bloomington e Indianápolis, Indiana University Press, 1993, pp. 82-83.
6 Jäckel, Eberhard. “La miserable pratique des insinuations. On ne peut nier le caractere unique des crimes National-Socialistes”, en Devant l’Histoire. París, Editions du Cerf, 1998, pp. 97-9
7. Historikerstreit. Die Dokumentation über die kontroverse um die Einzigartikeit der nationalsozialistischen judenwernichtung. Münich, Piper, 1987, p. 118.
7 Cf. Diner, Dan. Zwischen Aporie und Apologie. Ist der nationalzocialismus geschichte? Frankfurt/M, Fische, 1987, p. 73.
8 Kracauer, Siegfried. “Die Photographie. Das Ornament der Masse”, en Essays. Frankfurt/M,
Suhrkamp, 1997, p. 32, y Theorie Of Film, Nueva York, Oxford University Press, 1960, p. 14.
9 Chaumont, J. M. “Connaissance ou reconnoissance? Les enjeux du debat sur la singuarité de la Shoá”, en Le Debat. N° 82, 1994, p. 87.
10 Hobsbawm, Eric J. “Universalite et identite de l’historien”, en Diogene. N° 168, 1994, p.65.
11 Un ejemplo clásico de este tipo de aproximación es la de Hierushalmi, Yossef Haym. Zachor. Histoire Juive et Memoire Juive. París, La Decouverte, 1984.12 Cf. La correspondencia entre Saul Friedländer y Martin Broszat como sujeto de la historización del nacionalsocialismo, en Baldwin, Peter (Ed.). Reworking the past. Hitler, the Holocaust and the historians’ debate. Boston, Beacon Press, 1990, p. 129. (tr. Fr. en Bulletin trimestriel de la Fondation Auschwitz. N° 24, 1990, p. 79.)
13 Weber, Max. “Avant-propos”, en L’ethique protestante et l’espirit du capitalisme. París, Plon-Agora, 1990, p. 7, y en Weber, Max. Sociologie des religions. París, Gallimard, 1996, p. 489.14 Weber, Max. Le savant et le politique. París, Plon 10/18, 1990, p. 184.
15 Vidal Naquet, P. Reflexions sur le genocide. Les Juifs, la memoire et le present. Vol. III. París, La Decouverte, 1995, p. 288.
16 Le Monde, 16 de noviembre de 1993. Ver Ternon, Ives. “Lettre ouverte a Bernard Lewis et a quelques autres”, en Davis, Leslie A. La province de la mort complexe. Bruselas, 1994.
17 Cit. en Finkielkraut, Alain. “La victoire posthume du Hitler”, en Gillibert, J. y Wilgowicz, P. (Eds.), L’Ange exterminateur. Bruselas, Editions de l’Universite de Bruxelles, 1995, p. 261.
18 Cf. Roth, Karl Heinz. “Revisionist Tendencies in Historical Research into German Fascism”, en International Review of Social History. 30/3, 1994, pp. 428-455.
19 Nolte, Ernst presentó sus tesis en varios artículos que provocaron el “debate de los historiadores” en Alemania, a mediados de los ’80. Él las desarrolló y especificó en su libro Der europäische Bürgerkrieg 1917-1945. National-sozialismus und Bolchewismus, Frankfurt/M-Berlín, Ulstein- Propyläen, 1987. En español: La Guerra Civil Europea 1917-1945. Nacionalismo y bolchevismo, Fondo de Cultura Económica, México. 1994.20 Fest, Joachim. “Le souvenir que nous leur devons. Contribution a la controverse portant sur le caractere incomparable des crimes de masse su national-socialisme”, en Devant L’Histoire, op. cit., pp. 85-86.
21 Mace, James E. “The Man-Made Famine of 1933 in Soviet Ukraine”, en Serbyn, Krawchenko (Eds.), Famine in Ukraine 1932-1933, Edmonton, Canadian Institute of Ukranian Studies, University of Alberta, 1986, p. 11, citado en Green, Barbara B. “Stalinist Terror and the question of genocide: The Great Famine”, en Rosembaum, S. (Ed.), Is the Holocaust unique? Oxford, Westview Press, Boulder, 1996, p. 141.
22 Cf. Especialmente la introducción de la última edición (1987) del libro, de ahora en adelante clásico, de De Felice, Renzo. Storia degli ebrei italiani sotto il fascismo, Turín, Einaudi, 1993, pp. XXIX-XXX. Acerca de la exclusión de la Italia fascista de “el cono de sombras del Holocausto” recomiendo una impactante entrevista publicada por Il Corriere della Sera, 27 de diciembre de 1987 (incluida en Jacobelli, J. (Éd.), Il fascismo e gli storici oggi, Bari-Roma, Laterza, 1988, p. 6). Para una comparación en paralelo del “revisionismo” de Nolte y el de De Felice, Cf. Schieder, Wolfgang. “Zeitgeschichtliche Verschränkungen über Ernst Nolte und Renzo de Felice”, en Annali dell’istituto italo-germanico de Trento. XVII, 1991, pp. 359-376.
23 Tranfaglia, Nicola. Un passato scomodo. Fascismo e postfascismo. Roma-Bari, Laterza, 1996, pp. 53-56.
24 Trafaglia, Nicola. La prima guerra mondiale e il fascismo. Turín, UTET, 1995, p. 670. Una tesis análoga es defendida por Collotti, Enzo. “Il fascismo nella storiografia. La dimensione europea”, en Del Boca, A., Legnani, M. , Rossi, M. G. (Eds.), Il regime fascista, Bari-Roma, Laterza, 1995, pp. 17-44.
25 Como apela en su correcto título Tzvetan Todorov. Les abus de la memoire. París, Arlea, 1995, p. 45.
* Intelectual de origen italiano. Prof. de Ciencias Políticas de la Universidad de Picardie – Amiens.
** Edición y trad. del francés: Lic. Patricio A. Brodsky.
http://www.fmh.org.ar/revista/22/traverso.htm
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